APUNTES DESDE LA CABAÑA Las bohemias cenizas de mi buen amigo Tom
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
Hoy no pretendo hablar de las empresas que siguen emigrando de Valparaíso, ni de la aterradora criminalidad que campea por el país ni de los libros que uno anhela leer y un día no le queda sino admitir que no alcanzará a leer. No. Hoy quiero hablar del destino que algunos amigos y conocidos establecieron para el manejo de sus propias cenizas. ¿No será otro tema inapropiado para un ojalá reposado domingo en este Chile que navega al garete entre las olas de la incompetencia, la división y la ideología? Supongo que no, pues para muchos la muerte se vincula con la esperanza de un reencuentro con el ser querido.
Sí, he tenido amigos y conocidos que establecieron con antelación y puntillosa precisión qué hacer con sus cenizas. Los que más me impresionan son aquellos que no desean que queden huellas materiales de lo que fue su cuerpo y que obliguen a sus deudos a peregrinar cada año para rendirles homenaje. Entre estos figura uno -figuraba, más bien- que pasó su vida en el valle de Limache y comprometió a familiares para que, en un día ventoso, y además de cara al Pacífico, esparcieran sus cenizas desde la cumbre del cerro La Campana. Así lo dejó estampado y no quedó más que encontrar al andinista que venciera los 1.880 metros de altura cargando la urna en una mochila. Dieron con uno que no era andinista ni conocía la ruta, pero era de confianza, y permitía creerle que cumpliría con la voluntad del finado. Y juró que la tarea fue cumplida, algo que ratificaría el hecho comprobable de que vivió noventa y nueve años.
Recuerdo casos de personas que dejaron establecido que sus cenizas se depositasen bajo su árbol predilecto del jardín, y de otro que pidió las arrojasen a un lago del sur, razón por la cual familiares alquilaron una buseta y partieron hacia allá. Pernoctaron en el camino y celebraron una última cena con él, y al día siguiente, alquilaron un bote a remos a orillas del lago y bajo la lluvia se internaron por chúcaras aguas. Vaciaron la urna con ayuda de un Puelche incipiente, y volvieron a casa habiendo cumplido. Supe también de un porteño que solicitó sus cenizas fuesen dispersadas en la bahía de Valparaíso, pero fuera del molo, porque de su casa en la Avenida Alemania siempre lo había visto como una prisión para las olas que se acercaban a besar a la ciudad.
Pero el caso más singular que me viene a la memoria es el de Tom, un amigo estadounidense, profesor universitario amante de la literatura española. Era un trotskista comprometido con cuanta causa rebelde había en el mundo. Por admirar a León Trotzki, el bolchevique fundador del Ejército Rojo, asesinado en 1940 en el exilio mexicano por encargo del tirano José Stalin, Tom también era objeto del odio de colegas comunistas y filocomunistas. Lo cierto es que a nadie odia tanto un comunista como a un trotskista o a un ex comunista, que se debe a que "no hay peor astilla que la del propio palo". Fue una de las razones que a su vez nos acercó. Nunca conocí a nadie en Estados Unidos que supiese tanto de estética marxista como él. Era además, adversario firme de lo políticamente correcto en los años en que éste arrasaba con quienes se atrevían a presentarse como sus detractores.
En fin, Tom era de inteligencia superior y e ironía aplastante, de cultura vasta y con talento para polemizar de modo fundado, así que la envidia de sus adversarios fue acicate adicional para desatar esas odiosas guerrillas que a veces suele librarse en las academias. Como podrán imaginar, Tom también dejó por escrito cómo operar con sus cenizas. Y la verdad es que el asunto resultó más complicado que los que describo arriba porque Tom pidió que sus cenizas, debidamente dosificadas, fuesen dispersadas en sus tabernas predilectas de Madrid, ciudad donde había obtenido uno de sus doctorados y había sido inmensamente dichoso. Su testamento agregaba una lista con los nombres y direcciones de los locales, así como una descripción de las mesas bajo las cuales, por la noche, entre muestras de alegría y jolgorio, debían esparcirse las cenizas.
Aun recuerdo la última vez que lo vi. Fue durante una apurada visita que hice una primavera a Chicago. Me lo topé en el Parque Millenium del Loop, a orillas del lago Michigan. Estaba sentado en una banca, leía. Había envejecido de golpe y la cruel enfermedad le causaba estragos. A su lado tenía un bastón y un sofisticado aparato médico sobre dos ruedas, al que estaba conectado mediante cables y manguerillas.
-Todos sabemos que estas son las reglas del juego al venir a este mundo - me dijo sonriendo, irónico como siempre, atrincherado detrás de sus gruesas gafas y sus resplandecientes ojos azules-. Vivimos para morir. Pero nunca imaginé que yo, que quise ser guerrillero y participé en cientos de marchas políticas en América Latina, Estados Unidos y España, terminaría de rehén de este carrito, y sin poder alejarme mucho de mis médicos.
Fue la última vez que vi a Tom. No pude volver a hablar más con él porque, como ocurre a menudo, la gente querida se va (o uno mismo se va) sin aviso y sin que uno haya podido terminar las conversaciones que deseaba continuar con esos seres tan especiales.
Supe más tarde que ese verano su novia y unos amigos volaron a Madrid para cumplir sus deseos. La misión estuvo a punto de fracasar porque en un aeropuerto notaron que no portaban su certificado de defunción. Pero las cosas se resolvieron, tal vez por intervención del propio Tom desde el más allá, si es que los trotskistas creen en el más allá, y en cuanto aterrizaron en Barajas comenzaron a buscar los locales, que eran trece, y a planificar su visita. Comenzaron por el Restaurante Botín, en la calle Cuchilleros 17, que Ernest Hemingway frecuentaba y que aparece en su novela "Muerte en la tarde", y terminaron tres noches más tarde en la Taberna Antonio Sánchez, en el barrio de Lavapiés, que con más de dos siglos de existencia es el más antiguo de Madrid. En cada local bebieron cañas frías y degustaron tapas en su nombre y, entre brindis y canciones, esparcieron el resto de las cenizas del activista que amaba la política y fue azote de los militantes de la corrección política.
Hoy, cada vez que entro a alguna de esas tabernas madrileñas, salgo plenamente convencido de que aún quedan cenizas del amigo diseminadas por allí, que un ser humano es infinitamente más que la parte material de la que está compuesto, y que gozará de inmortalidad mientras haya alguien en el mundo que lo siga recordando.