APUNTES DESDE LA CABAÑA Librerías que marcan vidas
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
Como para tantos, también para mí las librerías han sido un espacio determinante en mi vida. Y como numerosos escritores y amantes de los libros, en algún momento planeé abrir un sitio acogedor y con música seleccionada que brindara buenos libros, café y pasteles. No llegué a inaugurar una librería-café, como lo han hecho con tanto gusto y tacto algunos, pero estuve a punto de abrir una que pretendía combinar libros, café y crêpes. Estuve a punto, sí, en 1989, cuando crucé desde Bonn, entonces la capital de Alemania Federal, la sin Muro, la de verdad democrática, hacia la bella Normandía, en Francia, patria de mi abuela paterna. Motivo: asistir a un curso intensivo y exclusivo de un mes para llegar a dominar el arte de hacer crêpes, nada menos que bajo la conducción del campeón francés en la materia.
Pocos años después, en 1993, cuando volví a Chile con la familia tras veinte años de vivir fuera, y me propuse abrir la crêperie en una Viña del Mar entonces floreciente, limpia y segura, vecina de un Valparaíso en ascenso, sin delincuencia y lleno de sueños, un inesperado acontecimiento me torció el plan: Gané el Premio de Novela de El Mercurio de Santiago. Lo obtuve con el mejor jurado literario imaginable, el integrado por José Donoso, Jorge Edwards y Ana María Larraín, a quienes había leído pero no conocía personalmente. El manuscrito de ¿Quién mató a Cristián Kustermann?, bajo el seudónimo de Tiberio Coruncanio, primer pontifex maximus de la república romana, obtuvo la importante distinción. Fue la visa dorada para afincarme en un Chile que, tras veinte años en el extranjero, poco reconocía. Sí, don Cayetano Brulé me apartó del proyecto crêpes, y luego los numerosos lectores en el país y el extranjero de las novelas de este detective privado de origen cubano afincado en Valparaíso, me convencieron que podía convertirme en escritor profesional, pero eso ya es otro tema.
Sí, porque este domingo pretendo referirme a la influencia ejercida por ciertas librerías en mi vida. La primera que recuerdo con nitidez es la pequeña biblioteca-librería que hubo en mi colegio, el alemán de Valparaíso, complejo de edificios que hoy restaura el empresario Eduardo Dib para convertirlo en el museo de los inmigrantes, esos emprendedores admirables venidos de diversas puntos del planeta a obsequiar a esta ciudad el soplo inicial que la convirtió no sólo en el principal puerto latinoamericano del Pacífico sino también en una ciudad legendaria en la literatura mundial. Aquel local minúsculo y estrecho, donde el profesor que atendía se golpeaba a veces la cabeza contra unos peldaños de concreto, estaba en el primer piso, justo debajo de la escalera que conducía hasta el cuarto nivel del establecimiento. Era un local encantador, semi secreto, atiborrado de libros en alemán con portadas en colores que se prestaban y otros se vendían a precio módico para que conociéramos Alemania y perfeccionáramos el idioma. ¡Cómo leí gracias a ese rincón mantenido nítido por los profesores. Leí más en alemán que en español o inglés en aquellos años, y cuando este 2024 visité la espléndida restauración del colegio, comprobé melancólico lo que me temía, que después de tantos decenios y con el colegio instalado hace mucho en El Salto, aquel sitio ya no es mi librería. Sin embargo, allí me pareció escuchar aun la algarabía nuestra haciendo fila por algún libro, y ver a Herr Keuck apuntando meticulosamente con su estilográfica Montblanc préstamos y devoluciones en un cuaderno impecable de gruesas tapas negras.
De libros prestados allí llegué a enterarme de la epopeya de Hernando de Magallanes y Sebastián Elcano, la de la primera circunnavegación del mundo, y devoré la apasionante novela del gran Erich Kästner, Emilio y los detectives, y varias de Karl May sobre Old Shatterhand y Winnetou, y numerosas aventuras escritas por la brillante escritora británica Enyd Blyton sobre cinco niños que investigan casos detectivescos. Lo cierto es que en Valparaíso había entonces varias buenas librerías, y leyendo a Marcela Paz me convencí de que Papelucho vivía en mi ciudad. Sólo en los alrededores de la Plaza Aníbal Pinto estaban la elegante librería del poeta Modesto Parera, la legendaria Orellana, de Esmeralda; la Universitaria, la Niemeyer y la Ateneo, que por cierto aun existe y ofrece un buen surtido de obras y atención especializada. ¡Y qué decir de las librerías de viejo situadas entonces en calle Victoria y alrededores, siempre guardando gratas sorpresas y a buen precio!
En las grandes ciudades del mundo dicen que nadie sabe más de política que los taxistas, y yo creo que nada enseña más sobre la realidad de un país que el espectáculo que ofrecen sus librerías, incluso en la época del libro electrónico. Ellas reflejan la curiosidad intelectual de una ciudad o un país, el grado de interés nacional por el arte, la cultura, la ciencia y el pensamiento. Es, a mi juicio, una radiografía social e intelectual que no falla. Las librerías de viejo, por su lado, exhiben los temas que hasta hace poco ocupaban las células grises del país o la ciudad en cuestión. La librería tradicional es una foto actual de la condición humana, y la de libros viejos es una foto una tomada hace años. Para decirlo en pocas palabras: Me basta recorrer los kioskos de libros viejos de la Cuesta Moyano, de Madrid, para comprobar los años luz que nos separan en cultura de los españoles. ¡Qué mensaje más desolador emite una ciudad sin librerías!
Las librerías que visité en países comunistas, en particular las de la Alemania detrás del Muro y las de Cuba, me sorprendieron por los bajos precios de los libros, todos subvencionados y editados por editoriales del partido y el estado (ya imaginan ustedes), pero lo defraudaba la escasez de títulos en comparación con locales de América Latina, y ni decir de Europa occidental o Estados Unidos. Lo que sacaba de quicio era la omnipresencia del pensamiento único oficial y la abundancia de libros de o sobre jerarcas de esos estados. En las nunca bien abastecidas librerías cubanas no faltaban, eso sí, ni en vitrinas ni estantes los tomos de con discursos de Fidel Castro, Che Guevara, Marx y Engels, Lenin, Ho Ch Minh y Breshnev, y a su lado languidecían novelas del realismo socialista soviético, búlgaro o rumano. Desde luego había novelas y poemarios de artistas cubanos y latinoamericanos pero "revolucionarios"(nada de Vargas Llosa, obviamente), y la literatura occidental se restringía al siglo XIX, y con pocas obras ambientadas en el capitalismo contemporáneo. En la RDA, si bien se editaban más títulos, también descollaban las biografías de comunistas (todos machos alfa gerontocráticos, desde luego) y los manuales sobre "comunismo científico", economía socialista y materialismo dialéctico, pero no se publicaba a escritores que habían emigrado, calificados de "tránsfugas", "traidores" y "vendidos al imperialismo. Es decir, el pensamiento único campeaba pues la misión suprema de las editoriales era crear "el hombre nuevo", para qué seguir...
Por eso, cuando por fin logré volver a Occidente en 1983, donde comencé a desempeñarme en Bonn como corresponsal extranjero y después como director de una revista alemana de política internacional, las magníficas librerías de esa ciudad fueron mi refugio, mi oasis, mi segunda vida. Después del trabajo me pasaba allí horas, sentado en los mullidos sillones, devorando autores inexistentes en el mundo comunista mientras por los parlantes llegaba suave la música de Beethoven, hijo ilustre de Bonn, o de Ben Webster, el gran saxofonista de Estados Unidos, otro país donde pasé mucho tiempo leyendo libros en amplias librerías donde nadie te interrumpe. Sí, en esas librerías generosas donde no transcurría el tiempo, me sentaba a leer lo que me apetecía hasta que parpadeaban las luces anunciando el cierre del local. A menudo salí de esos templos de lectura con un nuevo libro o la firme intención de comprar otros más adelante.
Sospecho que esa relación profunda, intensa y de gozosa comunión con las librerías oasis de Europa y Estados Unidos, que resultaron cruciales en mi vida, pude establecerla gracias a que durante mi infancia descubrí una diminuta biblioteca-librería engastada como perla luminosa bajo la escalera de mi colegio en Valparaíso. Danke schön!