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La cobertura tenía al presidente de pésimo humor y no perdía oportunidad de hacerme ver su descontento. "¡Haga algo, Selume, hable con los canales! ¿Acaso esperan encontrar a alguien feliz por pagar más? Eso nunca se ha visto". A pesar de los insistentes llamados, resultó imposible atenuar la cobertura negativa que tuvo el alza de treinta pesos. La noticia generaba tracción, y eso es algo a lo que ningún editor iba a renunciar. A pesar de tratarse del alza número dieciocho en los últimos once años, los reporteros ponían el acento en un titular más atractivo, pero a la vez explosivo: "La mayor alza del transporte público en una década". Las reacciones en las redes sociales subieron como la espuma, transformando a la opinión pública en un hervidero digital donde se cocinaba a todo vapor al Gobierno. La temperatura sobrepasó el espacio virtual y se hizo presente en las calles de la ciudad. Bajo el lema de "Evadir, no pagar, otra forma de luchar" comenzaron las evasiones masivas en las estaciones del Metro de Santiago.
Ese hito marcó el traspaso desde la consigna hacia la acción concertada. El punto de no retorno. Los primeros en movilizarse fueron los estudiantes del Instituto Nacional. El emblemático establecimiento era ahora controlado por una banda de estudiantes con overoles blancos que habían dejado la biblioteca por la calle y el lápiz por la molotov. Las protestas se extendieron desde las inmediaciones del liceo hacia las estaciones de metro. Una avalancha humana de estudiantes enfrentó a los guardias de seguridad, quienes, desprovistos y atemorizados, fueron sobrepasados por la marea de revoltosos y ruidosos adolescentes. Cuando los alumnos del Instituto viralizaron sus acciones, plagadas de vítores y festejos, se generó un auténtico efecto dominó vía redes sociales. Otros colegios, en otras comunas de la capital, replicaron la fórmula: avalancha y evasión. Con el pasar de las horas, se compartieron icónicos memes y saltar el torniquete pasó a ser tendencia. Ningún adolescente quiso perderse la última moda, y una vez sorteada la lánguida resistencia policial, se sentaban apelotona- dos en el borde del andén para boicotear el flujo de la red. Si bien no corrían peligro inminente, su acción buscaba transmitir que estaban dispuestos a perder sus piernas con tal de que el Gobierno echara pie atrás con el alza. Con solo sentarse, unos jóvenes habían logrado detener el normal funcionamiento de la ciudad. La imagen televisiva les permitía cumplir con su objetivo: atraer el poder. Ese vigoroso símbolo expandió la crisis, cual virus, por las líneas del transporte capitalino. Al igual que el corazón bombea sangre hacia el resto del organismo, los secundarios inyectaron rebeldía hacia el conjunto de la ciudadanía. ¿El resultado? Los mayores hicieron suya la causa de los menores y, en vez de condenar su conducta, abrazaron y avivaron la resistencia. ¿Si ellos arriesgan sus piernas, cómo no arriesgar nuestra voz? Este apoyo se cristalizó cuando un profesor de matemáticas sufrió un arranque de ira, y destruyó a golpes y patadas los torniquetes, puertas y validadores de la estación San Joaquín. A su alrededor, una catarata de aplausos celebraba su acción. Él levantaba las palmas como si fuera un deportista que había ganado una medalla olímpica. La transmisión televisiva repitió continuamente la secuencia, como si fuera un triunfo popular. El silencio de los periodistas, los errores no forzados de los ministros y el apoyo que dieron algunos líderes de izquierda a la evasión sirvieron para validar estos delitos como forma de protesta. Destruir la ciudad pasó a ser un acto de desobediencia civil, no de vandalismo, con lo que se dio inicio al interregno.
Llegó el 18 de octubre y, con él, el inicio del estallido. Esa jornada se produjeron los peores enfrentamientos hasta entonces vistos entre manifestantes y Carabineros. Recuerdo el escalofrío que recorrió mi columna cuando vi por televisión que los estudiantes arrojaban un plasma a la línea del metro, haciéndolo estallar como fuego artificial. "Nos fuimos a la cresta", le dije a Juan José Bruna, jefe de prensa de Piñera, quien permanecía con la boca abierta mientras en la pantalla repetían una y otra vez la escena.
"Con solo sentarse, unos jóvenes habían logrado detener el normal funcionamiento de la ciudad. La imagen televisiva les permitía cumplir con su objetivo: atraer el poder".