APUNTES DESDE LA CABAÑA El mejor de los tiempos, el peor de los tiempos
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
Hace unos días fui invitado a conversar con alumnos de la Universidad San Sebastián sobre las reflexiones que uno hace a estas alturas sobre su propia vida. Me encontré con un apasionante curso de liderazgo, cuyo concepto me encantó y recordó experiencias en que participé en universidades de Estados Unidos, y algunas de países asiáticos de las que he leído. Me refiero a Japón y Corea del Sur, donde se promueve desde siempre el diálogo intergeneracional y el respeto a los ancianos y antepasados. Esta vez en Santiago me impresionó el interés de jóvenes sub veinticuatro años por conocer relatos de mayores.
Noté en los estudiantes clara conciencia de que les queda poco para brincar titulados del aula al mercado laboral, es decir, de que están cerca del puerto de desembarque, etapa donde usualmente la expectativa es que se vuelvan independientes, en otras palabras, que sean capaces de valerse del conocimiento adquirido para caminar por sus propios medios, no ya bajo el alero de los padres. Es una etapa exigente y competitiva, un campo no necesariamente sólo de flores bordado, sino uno en que se cosechan éxitos, pero también fracasos. "Fácil administrar los éxitos", decía un amigo, "difícil los fracasos". ¿Dónde se aprende a manejarlos sin perder ni el entusiasmo ni el optimismo juvenil? ¿Sólo los golpes de la vida lo enseñan? Pienso en el filósofo alemán Martin Heidegger y su concepto de que los seres humanos fuimos arrojados al mundo sin que nos consultaran. "Lo absurdo", reflexiona un navegante inglés, "es que las decisiones de mayores consecuencias para la vida se toman siendo muy joven: lo que estudias, con quien te casas, los hijos…". Y cuando arribas a la denominada madurez, compruebas que las decisiones cruciales las tomaste ya hace siglos. "La vida es como es y no como uno quiere que sea", repite no sin razón un protagonista de mi última novela.
También percibí en el diálogo con los jóvenes su interés por hablar sobre la rectificación en la vida. No soy un moralista, pero sí un convencido de que pocos mueren con las mismas convicciones con que nacieron. La vida es desarrollo, cambio, metamorfosis, un collar de lecciones que educan, forman y cambian que lo vuelven a uno persona con sello propio, un individuo singular. No estamos hechos para llegar al final del camino igual a como lo iniciamos. Me cuesta entender a quien se ufana de no haber cambiado nunca. Me sugiere que no aprendió mucho, que siempre creyó ir por la senda recta, que no cometió errores ni tuvo necesidad de admitirlo ni de rectificar. ¿Será posible tamaña infalibilidad a lo largo de toda la vida? Si uno tiene una conversión, algo arduo pues requiere coraje, ella estará incompleta mientras falte la debida explicación del por qué uno cambió. Sin explicación puede oler a oportunismo.
Me alegraron las preguntas de esos jóvenes alertas, agudos y libres, conscientes del reto ante el cual ellos y el país están situados. También noté que intuyen que nada cae del cielo, que se requiere estudio, trabajo, perseverancia, dedicación y convicción para triunfar. Fue un buen diálogo en este Chile afectado por la brecha comunicacional intergeneracional, que sólo pueden esquivar quienes viven bajo circunstancias que consideran el diálogo como algo primordial, como práctica crucial para desarrollar afectos y lealtades. Creo que los individuos, las familias y los países se forman y consolidan en gran medida a través de memorias, vivencias, diálogos y afectos compartidos, sostenidos y valorados. En tiempos políticamente virulentos y en extremo polarizados como los actuales, de adicción al celular y las redes sociales, pobre en interacción real con familiares y amigos, de devaluación global de la clase política y de escepticismo frente a cuanto represente jerarquías o poder, tiende a campear la incomunicación y se imponen la funa y la cancelación de quien piensa distinto. Lo cierto es que dejamos ya de preguntarnos y oírnos como país. Las entrevistas en los medios a menudo parecen enfrentamientos entre gladiadores ante una tribuna que exige sangre en el circo romano. Y esto se agrava cuando los espacios públicos pasan a manos de la delincuencia, y las manifestaciones masivas -incluso muchas de carácter político, cultural o deportivo- desembocan en violencia, vandalismo y homicidios.
La pérdida del diálogo y la expropiación del espacio público hacen aflorar la desconfianza, el prejuicio y el menosprecio hacia otros, en particular hacia otras generaciones, olvidando que cada país lo integran no sólo quienes viven allí en una fase de su historia, sino también quienes lo construyeron y quienes aún no han nacido, pero a los cuales debemos legar como mínimo un país mejor del que recibimos. Hoy muchos jóvenes miran con recelo a los mayores, y muchos de éstos miran de igual forma a los más jóvenes. Pero esto no es exclusivo de Chile.
En Alemania, donde a juicio de muchos jóvenes, los mayores están "marcados" por la Guerra Fría y el entonces peligro de conflagración nuclear, y muchos mayores consideran que los jóvenes hoy no trabajan duro ni valoran el sacrificio de quienes convirtieron al país en tres decenios en uno de los más prósperos del planeta. Sin embargo hoy -la historia no se repite, pero rima- 78 años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, tenemos otra guerra de proporciones en Europa. La invasión de Rusia a Ucrania angustia, pues Putin amenaza con un ataque nuclear al Viejo Continente. No es para menos: la distancia entre Berlín y el frente ruso equivale a la que existe entre Valparaíso y Tocopilla. Percibí allá ese miedo: en una reciente visita a Alemania, Chequia y España, varias personas alarmadas por el conflicto me dijeron: "Al menos ustedes están lejos de Europa". Nunca imaginé que vería a tantos europeos en ese estado anímico.
La novela "Historia de dos ciudades", de Charles Dickens, publicada en 1858, comienza con la famosa frase: "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura". Sospecho que cuando en un futuro no lejano se describa estos años, varios usarán palabras semejantes. Y es que cada época encierra lo mejor y lo peor a la vez. Jorge Luis Borges sostuvo que a todos los seres humanos nos toca vivir tiempos difíciles. En el mismo sentido, Nelson Mandela planteó: "La mayor gloria no es no caer nunca, sino levantarse siempre". Dialogando con los estudiantes de la San Sebastián entendí que Dickens, Borges y Mandela tienen razón. La vida y nosotros estamos hechos de luces y sombras, y de lo que se trata es de prepararse lo mejor que se pueda para emprender esa gran travesía oceánica que es la vida humana.