APUNTES DESDE LA CABAÑA
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
En estos días está de luto el grupo de amigos que suele reunirse bajo el viejo -en otoño desnudo y en primavera frondoso- caqui del café frente a la plaza. ¿La razón? El sensible fallecimiento de uno de sus integrantes: el egregio historiador, intelectual y amigo Don Rodolfo Urbina Burgos, nacido en Castro, Isla de Chiloé, avecindado en el Chile Profundo de la Quinta Región.
El Caballero de la Historia se marchó temprano en la mañana del martes, a la edad de 84 años, dejando entre nosotros -como genuino chilote que era- una luminosa estela hilvanada con la tristeza que nos causa su partida y la gratitud que nos inunda por haberlo conocido en la mesa larga de El Copihue. Allí suele platicarse über Gott und die Welt (sobre Dios y el mundo), como se refiere el dicho alemán a las conversaciones que versan sobre un "cuantoay". No sorprende que Rodolfo haya abrazado en su juventud de forma apasionada la historia pues vino de una isla que la encarna. No olvidemos que Chiloé fue el último territorio español en América del Sur, y que Castro es la tercera ciudad más antigua de Chile con existencia ininterrumpida. Los españoles la fundaron en 1567 (¡hace 457 años!) bajo el mariscal Martín Ruiz de Gamboa, quien la bautizó Santiago de Castro, en honor al apóstol de ese nombre y al Virrey de Perú, García de Castro.
Varios de los habitués de la mesa -que sesiona invierno y verano, primavera y otoño, llueva o truene, haga frío o calor- conocían al profesor Urbina Burgos de antes que apareciera por nuestros pagos. Lo ubicaban a través de sus libros señeros sobre la historia regional austral, su cultura y tradiciones, o sobre Valparaíso, pero pocos lo conocíamos como persona. Lo cierto es que su cortesía y sencillez, su interés por los demás, en pocas palabras, su cálida personalidad, nos conquistó y dejó en nosotros impronta profunda. Se acercó simplemente un día a la mesa, guiado por su señora, la historiadora "Nené" Froese Kirch, y desde entonces su silla pasó a ser "la silla de Rodolfo", ubicada en un extremo de la mesa, junto al muro de piedras y cañas bravas, puesto que correspondía cedérselo en cuanto se lo divisara viniendo de la plaza.
Alrededor de esa mesa aprendimos a conocerlo y a quererlo. Bajo el caqui que brinda al local un afable aire asiático y por cuyas ramas brincan pájaros y se encarama un gato vegetariano con complejo de trapecista, que adora los caquis maduros, sentados ante tazas de té o café, escuchamos a Rodolfo con deleite. Si me pidieran describirlo en unas palabras, diría: culto, humanista, profundo, elegante, modesto y asertivo. Fundamentaba cuanto aseveraba, y defendía su visión de las cosas sin herir a nadie, arte hoy difícil de hallar. Fue un intelectual auténtico, con estilo y enfoque propio, sin poses. Fue un historiador corajudo que, en un país irritantemente centralizado y centralista, optó por la historia regional, probando -a mi juicio- que Santiago no es Chile y que el centralismo es una cruel y paralizante deformidad del país. Urbina Burgos destacaba por su exquisito lenguaje, su inteligencia y memoria y sus relatos salpicados de arcaísmos chilotes. Extraía sus planteamientos de la historia, la filosofía, la literatura y el republicanismo, y escuchaba con especial curiosidad cuando las conversaciones trataban de asuntos que desconocía.
Cuando hablaba, más que pronunciar las palabras, las escanciaba prístinas y precisas bajo el árbol que en verano atestan caquis almibarados y perforados por los picaflores, que a veces hacen blanco en algún desprevenido habitué de la mesa. Rodolfo hablaba con el sosiego y la fina dicción de quien lee un texto editado, y nosotros lo escuchábamos con regocijo. No se lamentaba en la mesa larga, pero sabíamos cuánto lo mortificaba a él, un lector voraz desde niño, no poder ya leer ni distinguir a las personas. "Las letras se me difuman más y más, ya no puedo leer", me comentó un día. Pulcro y elegante, siempre bien peinado y afeitado, sentado muy erguido, seguía con atención las conversaciones y participaba en ellas, aunque a ratos parecía sumergirse en la penumbra de la ceguera que lo envolvió los últimos años. Al verlo a la sombra del caqui, me hacía pensar en Homero, el aedo ciego que veía más lejos y más profundo que sus contemporáneos, y su silla hoy vacía me trae a la memoria una que cuelga del cielo de la legendaria picada habanera La Bodeguita del Medio. Es la silla que hace ocho décadas ocupaba el periodista Leandro García cuando escribía allí su columna semanal. Al terminarla, siempre se despedía con un: "Guárdenmela hasta que yo vuelva".
Rodolfo llegaba del brazo con "Nene". En el grupo lo recibimos como amigo y al mismo tiempo como el historiador y maestro que encumbraba el nivel de nuestras pláticas, como el estudioso que indagaba en las profundidades del alma humana y del devenir de la historia como pocos. Con su partida nos queda claro que la gente que uno aprecia y admira siempre se va demasiado pronto y de forma intempestiva, y que la vida está hecha de conversaciones que quedan pendientes para siempre. ¡Con qué liviana certeza decimos "hasta mañana", dando por sentado que tenemos la existencia garantizada! La partida del Caballero de la Historia enseña que debemos dedicar más tiempo a quienes apreciamos porque nuestras vidas son un parpadeo en la Nada, y cada despedida circunstancial puede ser eterna.
Allí, alrededor de la mesa, ante su taza de café y disfrutando el cigarrillo, detrás de los anteojos de cristales oscuros, nos explicaba por qué Chiloé era Chile, pero al mismo tiempo un Chile singular, con fuertes rasgos propios, de original enraizamiento profundo por haber sido el último reducto español en América del Sur. Celebraba con razón a Chiloé como una de las zonas más ricas en tesoros y tradiciones orales del país, hija del encuentro entre españoles e indígenas. Sin esa interacción germinal, Chiloé no sería el mismo, y Chile tampoco. La historia e identidad chilotas siguen vivas y nutren con fuerza su cultura.
Urbina Burgos, que estudió en la Universidad Católica de Valparaíso y se doctoró en la Universidad de Sevilla, España, conocía también la historia del puerto. Publicó sobre él un libro de prosa elegante y vívida que, a mi juicio, es crucial para comprender las causas de su esplendor decimonónico: Valparaíso: Auge y ocaso del viejo Pancho. Allí demuestra el rol clave de la emprendedora inmigración extranjera que recibió la ciudad cuando era una herradura atrasada y escasamente poblada a la que "las colonias" dotaron de un sueño y una estrategia viable, que la convirtieron en el principal puerto del Pacífico Sur. Gracias a su bregar, Valparaíso se tornó vibrante, comercial, abierto al mundo, y adquirió carácter y creó una loca fisonomía. Es bueno recordarlo: No siempre Valparaíso vivió de recuerdos y nostalgias. Hubo épocas en que latió con vitalidad gracias a emprendedores e innovadores llegados de lejos, que levantaron, amaron, hicieron suya, grande y admirada internacionalmente a la ciudad que hoy, por desgracia, se sostiene apenas gracias a quienes aún se atreven a arriesgarse por ella. Hoy Valparaíso agoniza con su cuerpo y memoria profanados, sin velas desplegadas, sin timón y sin puerto de recalada. Tal vez el libro de Urbina Burgos pueda contribuir en alguna medida al renacer de la ciudad, a su nueva reinvención, a un relato que inspire a un Pancho asediado que parece más bien esperar resignado el próximo bombardeo.
Este setiembre el profesor Rodolfo Urbina Burgos se marchó con la dignidad de Homero, la reflexividad de Séneca y la elegancia de Fernando Pessoa . Quedan con nosotros la silla vacía junto al muro de piedras y las cañas bravas, el gentil eco de su lenguaje, su silueta difuminada por el humo del cigarrillo y la convicción de que en su último día cruzó las calles de Castro antes de zarpar en una lancha chilota con el velamen hinchado por la brisa de primavera, al viaje eterno. ¡Gracias por haber anclado por un tiempo en nuestra mesa, y hasta pronto, admirado Caballero de la Historia!