LOS MARTES DE DON DEMETRIO
POR DEMETRIO INFANTE FIGUEROA, ABOGADO Y EXDIPLOMÁTICO
Una de mis abuelas -que leerá estas líneas desde el cielo- decía que cuando se quemaba una ampolleta debía cambiarse de inmediato, pues si no se hacía así, la casa se acostumbraba a la especie de oscuridad de la parte del inmueble donde aquello había sucedido. Asimismo, si una llave del baño quedaba corriendo después de intentar cerrarla, debía ser reparada al instante, pues de otra forma el ruido que aquello producía llegaba a hacerse agradable. Y si después de una lluvia caía una gotera en el living, había que detenerla reparando el techo en el acto; de otra forma, el tiesto que se instalaba para recibir aquella se transformaba en parte integrante del mobiliario.
Señalo todo lo anterior con relación al fenómeno que se está produciendo en la sociedad chilena y que vivimos diariamente. Todas las noches cuando se prende la TV para la ver las noticias se produce una especie de apuesta respecto a cuál será el número de asesinatos, robos, asaltos o portonazos de esa jornada. Lo anterior se ha transformado en parte de nuestra vida diaria. La pregunta de fondo es si como sociedad ya nos hemos acostumbrado a ello. En otras palabras, si lo hemos asumido como un elemento estable de nuestra existencia. A primera vista pareciera que sí, pero en el fondo mantengo la esperanza de que ello no sea así.
En efecto, cuando se entrevista a las víctimas, parientes o vecinos de la persona que ha sido objeto de uno de esos ilícito, la respuesta unánime es de rechazo, la que va acompañada siempre de un "¡Hasta cuándo! ¡Hasta cuándo!". Es decir, todos queremos que se encuentre el método adecuado para poner coto definitivo a esa penosa realidad. En otras palabras, los chilenos no nos hemos acostumbrado, como temía mi abuela, a la luz quemada, al correr del agua del baño ni a no remediar de raíz la gotera del techo.
Cuando la gente es interrogada sobre el cómo llevar a cabo ese "hasta cuándo", las respuestas son variadas. Unos piden más carabineros, otros que se dote a estos de más medios, unos terceros que se "saquen los militares a la calle" y por último, el más común, que el gobierno "se ponga" con más recursos, como si el Presidente de la República -el actual, su antecesor o su sucesor- tuvieran en su escritorio dos botones, uno que diga "Sí" y otro que diga "No". Se olvida que hay una ley de presupuesto que año a año da cuenta de los ingresos y de los gastos del Estado y que cualquier aumento de estos requiere contar con más de aquellos. En otras palabras, si se desea gastar más en seguridad, hay que señalar a la otra parte del Estado a la que se le restará recursos.
Este desconocimiento es más extendido entre las autoridades regionales y comunales. Pese a ello, debe reconocerse la notoria mejoría de los medios otorgados a las policías y el aumento de sus dotaciones, así como el esfuerzo de algunas municipalidades para intentar cooperar en algo en la erradicación de esta lacra
Pero, desde mi punto de vista, todas las soluciones planteadas son de parche. Ninguna tiende a ir al exterminio de la base del problema. Pienso que para estos efectos se debe considerar el antiguo dicho del campo que hoy aparece como muy brutal, pero que para este caso preciso resulta adecuado. "El que mata la perra, mata a la leva". Las medidas antes mencionadas, a mi juicio, tienden a exterminar parte de la leva, pero no así a la perra. El lector se preguntará con razón ¿cuál es la perra? Personalmente, pienso que no existen dudas al respecto. El origen de toda la inseguridad que estamos viviendo está en la extensión del tráfico y consumo de las drogas. Los personajes que participan en los ilícitos mencionados más arriba y en otros están directa o indirectamente relacionados con la droga. Los asesinatos, robos, asaltos y portonazos tienen como actores ejecutantes a malhechores que comenten esos delitos para conseguir dinero para ellos o para el grupo de mafia a que pertenecen. La droga, a la larga, en una especie de cordón umbilical que los une a todos. Algunas de esas organizaciones son parte de carteles internacionales. La pregunta que cae de cajón. Si asumimos que la droga es la perra, ¿cómo la matamos? La respuesta no es fácil si se considera que esos malandrines están protegidos por la ley común aplicable a todos los que habitamos este país. Aquellos, por más daño que hagan, no son una excepción, lo que le permite a una gran mayoría estar en libertad a las pocas horas de haber estado involucrados en acciones que atentan contra los ciudadanos comunes y corrientes que se esfuerzan por hacer más grande a Chile.
Creo que llegó la hora de ponernos colorados una vez y no veinte veces rosados. Simplemente, debe establecerse que hay ciertos derechos humanos que son intocables para la inmensa mayoría y que no lo deberían ser para los narcos y sus adláteres. Seguramente se me recordará que tenemos suscritos acuerdos internacionales que nos prohíben esa discriminación. Sí, es cierto. Básicamente son dos: la Declaración Universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, acordada el 10 de diciembre de 1948, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José, del 22 de noviembre de 1969. Es decir, ambos fueron suscritos en momentos en que nadie podía siquiera imaginar que llegaríamos al triste estadio histórico por el que transitamos hoy en cuanto a las drogas y cómo esto afecta a las bases mismas de la sociedad.
De ahí es que sostengo que frente a lo que estamos viviendo deberíamos dar cuenta a los demás países suscriptores de ambos Tratados que Chile - para el caso de los involucrados directa o indirectamente en drogas - no aplicará la ley común que rige al resto de los ciudadanos y que restringirá severamente sus derechos humanos. Tengo plena conciencia que fruto de esta proposición se me tratará con los peores calificativos, pero a mi edad me siento con la libertad de decir que existe un problema que afecta a mi patria y respecto del cual no hemos sido capaces de atrevernos a dar una respuesta adecuada. Si los narcos y aquellos que de una manera u otra son sus cómplices supieran que serán expuestos a que sus derechos humanos sean muy limitados, pensarían dos veces lo que hacen.
¿Qué medidas en concreto podrían adoptarse con tal fin? Aquí van algunas. Toda persona que sea detenida por un ilícito que directa o indirectamente esté relacionado con drogas no tendrá derecho a que lo defienda un defensor público; deberá aplicársele siempre a aquel o a aquella el máximo de la pena establecido por la ley, aumentado en un grado; no tendrá derecho a que en la sentencia respectiva se consideren las atenuantes que podría tener; siempre deberá cumplir la totalidad de la pena que le asigne la sentencia definitiva; no podrá tener morigeración de la sentencia, en otras palabras, no habrá nunca derecho a que pueda reemplazar la cárcel, por ejemplo, por una reclusión nocturna; deberá confeccionarse un listado público de los abogados que defiendan causas en que haya personas procesadas por algún delito directa o indirectamente relacionado con drogas; los individuos involucrados en drogas tendrán responsabilidad penal a los 14 años de edad; los delincuentes ligados a esos ilícitos no tendrán derecho a que se considere la reducción de la pena por los años preso o por buena conducta, y otras más por el estilo.
Por cierto que me dirán que soy partidario de Bukele, cosa que lógicamente no soy. Todas las medidas que se tomen deberían ser aprobadas por el Congreso Nacional y por el Presidente de la República, de acuerdo a las normas establecidas por la Constitución para la formación de la ley. Creo en el derecho y en la democracia y ello lo he demostrado con creces en mi activa y lata vida profesional, pero al mismo tiempo no tengo la ceguera que me impida percatarme cómo poco a poco se minan los principios básicos de la convivencia de esta nación que tanto quiero.