APUNTES DESDE LA CABAÑA Séneca y la milenaria tiranía de los
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO
estruendosos
Cae lentamente la noche y desde lejos escucho el estrépito del escape libre de un coche que se acerca haciendo retumbar puertas y ventanas. Lleva un mega parlante sobre el maletero, del cual emana un reguetón de miedo. Cuando se aleja, raudo como si huyera de la policía, me deja envuelto en un golpe de tambores y un estribillo que se repiten hasta que, menos mal, el sueño me vence. Si me hubiese jubilado en Praga, Viena o Bonn, me digo, en lugar de este escándalo estaría escuchando composiciones de Smetana, Mozart o Beethoven. O tal vez no, porque todo ha cambiado en el mundo. Ya ni Europa ni Estados Unidos son lo que fueron, y mucho -aunque no todo- cambia para peor. "Es lo que hay", diría un resignado. "La vida no es lo que uno desea que sea, sino aquello que es", afirma un pragmático.
La tiranía de los ruidosos es de larga data y viola la dignidad individual. Hace dos mil años, Séneca escribió a su amigo Lucilo sobre cómo disciplinar el alma para soportar el ruido. Escribe desde lo alto de una edificación frente a una caleta, donde había ido a disfrutar del verano y se queja de los jugadores de pelota que cuentan los puntos a gritos: "Añádele aún el busca-razones, y el ladrón sorprendido en el delito, y el cantador que encuentra que su voz dentro del baño es mejor; añádele aquellos que saltan a la piscina con gran estruendo de agua removida. Fuera de estos, los cuales, por lo menos, sacan la voz natural, figúrate el depilador, que hace con frecuencia una voz delgada y estridente, para hacerse notar, y que no calla nunca, excepto cuando depila unos sobacos, y en lugar de él, llama a otro; figúrate aún el pastelero, y el salchichero, el confitero, y todos los proveedores de tabernas que venden mercancías con su cantinela característica".
En la Antigüedad el estoico Séneca no resistía tanto bullicio. Hoy se habría suicidado o tal vez sumergido en audífonos cancela ruidos. En los ochenta, cuando con mi señora visitamos por primera vez islas griegas y el turismo masivo no existía, uno encontraba impecables playas desiertas sin un hotel a la vista, caletas de pescadores de verdad, donde los botes reposaban panza al sol y a su lado colgaban las redes, y cafés y tabernas genuinas, no escenarios montados para turistas caza-selfies. Entonces uno percibía cómo había sido la vida antes del turismo masivo en Grecia, Italia, Francia, Portugal o España, época que encontramos en filmes europeos de los sesenta y en novelas de autores que bien la describen. Era una Europa modesta, cuando no pobre, que dejaba atrás la Segunda Guerra Mundial y se reconstruía con esperanza y la ayuda de Estados Unidos.
Por eso no me extraña (aunque no justifico) la agresiva reacción de habitantes de ciudades -como Barcelona o Venecia- contra las avalanchas turísticas que terminan convirtiéndolas en Disneyworlds, aniquilando la apacible vida de barrio, encareciendo precios y elevando impuestos. Sí, el turismo se democratizó pero a la vez se desmadró, y la liberación del comunismo de Europa oriental y la aparición de multimillonarios y capitalistas de China generaron millones de nuevos turistas. Los cruceros que transportan hoy a 3.000 o 4.000 pasajeros y fueron recibidos al inicio como bendición, terminan desestabilizando la vida de los puertos en que atracan y demoliendo la identidad de los pueblos.
Contradictoria la relación del ser humano con la bulla y la masa. Unos gozan el baño en ella, otros somos casi eremitas. Lo que para uno es ruido molesto, para otros es música celestial. Lo que para uno es paz, para otro es aburrimiento. Así es el ser humano, y no queda más que aceptarlo pero en un marco de leyes y un orden reforzado por la autoridad. Hace años conocí en Bonn a un chileno que vivía en un departamento junto a la línea del tren, para ser preciso, junto a una vía de intenso tráfico entre Frankfurt y Colonia. Cuando le pregunté cómo era vivir hí, me dijo que al cabo de un tiempo ni escuchaba el tren, y que el alquiler era una ganga porque muchos suponen que uno sigue escuchándolo. En fin, el compatriota se veía feliz y hasta relajado.
En muchos países serios, a partir de cierta hora la ley prohíbe y castiga hacer ruidos molestos para el vecindario. La reacción policial es rápida y las penas son elevadas. Acá dicen que Carabineros ya no tiene la facultad ni el tiempo para intervenir en asuntos que deben resolver los vecinos entre ellos o querellándose. "Ojalá los problemas de Carabineros fuesen sólo un tema de decibeles", comenta Carletto en la mesa del café; y si se piensa en las sangrientas balaceras y los ajustes de cuentas en calles y plazas, tiene razón. (Por cierto: ¿hay alguien en el ministerio del Interior encargado de la seguridad en Chile?). En los países serios (iba a decir civilizados, pero Jota Jota me advierte que sería "políticamente incorrecto") la policía garantiza la paz y el silencio durante las horas de sueño y los días de descanso. Incluso hasta el uso de sierras y barredoras de hojas está regulado. Acá, en cambio, el que quiere y a la hora que se le antoja, echa a andar sierra, cortadora de césped o barredora de hojas. "Para eso soy libre", afirman confundiendo libertad con libertinaje.
¡Qué variada es la especie! En un edificio de cuatro pisos en que viví en Bonn cuando tras salir de Berlín Este, residía una pareja alemana conocida por su elocuencia durante las horas románticas, usualmente a medianoche. Al día siguiente, cuando nos topábamos en el elevador con la dama o el caballero en cuestión, nos saludábamos y nadie comentaba nada. La pareja hacía como si la noche anterior hubiesen sido mudos, y los vecinos como si hubiésemos sido sordos. Creo que para la policía era complejo tocar a la puerta a deshoras a exigir silencio. Jane Birkin, le decíamos a ella. Ahora en las noches de agosto se me mezclan a veces los maullidos de gatos con los suspiros de la empeñosa pareja, que aún resuenan en mis oídos.
Voy a continuar reprochando el ruido como Séneca: Por calles de zonas rurales suelen pasar los camiones que suministran el gas licuado. Hasta hace unos años se hacían notar golpeando un fierro contra los botellones metálicos. Una tortura. Después las empresas se apiadaron de la ciudadanía e instalaron parlantes en los camiones. Pasaron a repetir a todo volumen y hasta el cansancio estribillos inspirados en lo que vendían. Ignoro para quién es peor tormento: si para los vecinos o el chofer y sus peonetas. En momentos de delirio imagino que el camión pasa transmitiendo música clásica o buen jazz, enriqueciendo nuestra cultura musical. "Te equivocaste de país", me advierte Jota Jota lacónico junto a su espresso.
Días atrás recorrí ciudades de la Quinta Región y comprobé lo que me recordó el Caribe: la tienda que quiere instala parlantes afuera y pone a todo volumen la música que decide, o bien le entregan micrófono a un perifoneador para que ensalce las ofertas del local. Lo que parece exótico en un local, se convierte en insoportable carnaval cuando los altoparlantes de otras tiendas compiten en volumen y ofertas, y uno no puede transitar tranquilo ni sentarse a conversar un café con alguien. Recorriendo Chile hoy, veo confirmada la tesis de que no somos ni los ingleses ni los suizos ni los alemanes de América Latina. No voy a decir lo que somos, pues mi amigo Dieter Carozo me advierte: "Eso también es políticamente incorrecto".
"Olmué regala vida", dice el lema de la ciudad que ha mantenido sus fachadas tradicionales en el centro, hoy en peligro por la proliferación de feos galpones comerciales llamados "malls", que destruyen la identidad de la capital del folklore. Al mismo tiempo, aumentan los certámenes de carreras de motos en un velódromo construido en la ciudad. Como si el estrépito de escapes libres no bastara, los organizadores utilizan parlantes para transmitir (sic) las carreras. Y como si el estrépito en días festivos tampoco fuera suficiente, los motoqueros ensayan en el velódromo a la hora que les acomoda durante la semana. Se mata así la identidad y la paz de Olmué, su principal capital. Si Séneca hubiese vivido en Olmué, temo que habría emigrado.