APUNTES DESDE LA CABAÑA
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO. ESCRITOR, EXCANCILLER, EXMINISTRO DE CULTURA Y EXEMBAJADOR EN ESPAÑA Y MÉXICO.
Esta semana falleció el escritor, miembro de la Generación del 60 y Premio Nacional de Literatura, Antonio Skármeta Vranicic. Saltó a la fama mundial con su novela Ardiente Paciencia, que inició como guión y muchos recuerdan como la película El cartero de Neruda (1994), de Michael Radford. Nacido en Antofagasta, de origen croata, Antonio estudió en Santiago y cursó posgrado en Nueva York, donde profundizó en la obra de Ernest Hemingway, Jack Keruac, J.D. Salinger y Scott Fitzgerald, entre otros, influyentes en su narrativa.
Acercó además la literatura a los chilenos con su popular programa El Show de los Libros (1992-2002). Era otra época en Chile. Entonces el arte, la literatura y la cultura contaban más que ahora, la democracia vibraba, la economía crecía, la ciudadanía depositaba esperanzas en políticos e instituciones, y Chile, comparativamente, con sus luces y sombras, era tranquilo, seguro, y sus ciudadanos creían en él. Corrían los años en que éramos felices y no lo sabíamos. Es en esa época que florece con mayor ímpetu y cosecha más éxitos Antonio Skármeta.
Quiero compartir los singulares encuentros que tuve con él. El primero fue con su primer libro que compré: El ciclista del San Cristóbal, publicado por Editorial Quimantú, fundada bajo el gobierno de la Unidad Popular, editorial estatal comprometida con el ideario izquierdista, que vendió millones de ejemplares a precios módicos e impactó entre los chilenos. Lo compré en un quiosco frente al Pedagógico de la Universidad de Chile, en Santiago. Reúne los primeros cuentos de Skármeta y otros que integraron Desnudo en el tejado, libro que en 1969 había obtenido el premio Casa de las Américas que otorga el régimen cubano. No se equivocaban ni "Casa" ni Quimantú, tampoco Ariel Dorfman, destacado escritor que celebra a Skarmeta en el prólogo. El autor de 29 años traía aires innovadores y cosmopolitas a nuestra literatura.
En 1972 tuve de profesor en ese campus a otro distinguido escritor, Ariel Dorfman, y asistí a clases de Skármeta. Eran sesiones inolvidables porque ambos llevaba en sí al estudioso de la literatura y a la vez al escritor, es decir, la teoría y la práctica. A Skármeta lo encontré de veras en 1978, durante el XI Festival Mundial de la Juventud, celebrado en La Habana. Es un festival fundado bajo Stalin, cuya jornada más reciente tuvo lugar en Rusia en 2017, donde Putin fue aclamado. En fin, un día en esa Habana, Heberto Padilla, el poeta condenado al exilio interno por Fidel Castro debido a poemas críticos, me contó que había recibido un misterioso llamado diciéndole que Skármeta deseaba verlo. Sospechoso aquello, pues la detención y condena de Padilla había gatillado una campaña de los intelectuales del mundo que exigía su libertad y condenaba a la dictadura. Padilla me pidió averiguara si el del llamado era Skármeta o un policía que le tendía una trampa, pues tenía prohibido hablar con extranjeros que pasaran por la isla. Esa noche ubiqué en un teatro a Skármeta. Conversaba con el cantautor Silvio Rodríguez. Me acerqué y tuve la pésima idea de decirle con irónico acento cubano: "¿Así que tratando de hablar con un amigo poeta, ah?". Skármeta palideció, tartamudeó diciendo que lo esperaban y se esfumó presuroso. A los pocos días me enteré que había dejado la isla, y mucho después supe que creyó que se había tratado de un espía cubano. ¿Quién si no podía saber de su llamado al escritor más odiado y reprimido por el castrismo?
Años después volví a encontrarme con Antonio en una actividad con escritores alemanes, esta vez en Berlín Oriental. Yo había publicado unos cuentos, que él conocía, y me impresionó su sencillez y generosidad al aceptar que un escritor en ciernes leyera sus relatos junto a él. Durante la cena entre colegas, le pregunté si se acordaba de mi en La Habana. Cuando noté que no, repetí mi frase a lo cubano frente a Silvio, y Antonio rompió a reír a carcajadas.
Más tarde, desde Bonn, capital de Alemania Occidental, donde entre 1982 y 1993 fui corresponsal de una agencia italiana y director de una revista alemana especializada en política internacional, lo llamé a menudo a Berlín Occidental para consultarlo. Siempre atendía al teléfono con amabilidad, sencillez y gratitud. No colgaba sin antes preguntar: ¿Cómo va la escritura? Lo cierto es que la tenía postergada, seducido por el periodismo en Bonn, capital del país europeo más poderoso que estaba en la frontera con las dictaduras del Pacto de Varsovia, una ciudad por la que pasaban políticos latinoamericanos y cuya atmósfera John Le Carré describe tan bien en Una pequeña ciudad en Alemania.
Volví a encontrarme con Skármeta durante un vuelo de American Airlines entre Nueva York y Santiago. Yo venía a Chile a dar una charla. Nos fuimos a tomar un trago junto a una de las puertas del Boeing 767, hablamos de Chile (él vivía acá), Estados Unidos y Alemania. Entonces el comunismo europeo pertenecía a la historia, no se nos pasaba por la mente ser un día embajadores, y al final me planteó la pregunta acostumbrada: ¿Cómo va la escritura? Cuando le conté que seguía postergada, esgrimió convincentes razones para volver a ella. Esa conversación me dejó una espina clavada en el alma, y aunque sin sobredimensionarla, sí incidió en alguna medida en concretar el deseo que tenía con mi señora de que nuestros hijos, nacidos afuera, crecieran en Chile. Volvimos por cuatro años al país.
Lo cierto es que en Chile conversé con él por primera vez cuando llegó a nuestra casa de Viña del Mar con su equipo de El Show de los Libros para entrevistarme. Mi novela ¿Quién mató a Cristián Kustermann? había ganado el Premio El Mercurio 1993 con un jurado estelar: José Donoso, Jorge Edwards y Ana María Larraín. Terminamos almorzando en el extinto legendario Restaurante Hamburgo (otra víctima del estallido). Lo vi por última vez en el lobby de un hotel en Concepción. Estaba enfermo, pero seguía afectuoso. Me preguntó qué tal iba la escritura.
A Skármeta le agradeceré siempre su obra y generosidad, su aliento a escritores noveles, su difusión de la cultura y su tolerancia. Pensábamos distinto, pero no existía en él lo que hoy abunda y emponzoña la cultura: el sectarismo y la marginación de "el otro", la dictadura de "lo políticamente correcto", la fanática cancelación en aulas, festivales e instituciones de quienes discrepan del "pensamiento único". Sospecho que por eso Antonio fue de los intelectuales de izquierda que no alimentó la hoguera que artistas y escritores cegados por el odio encendieron en 2018, frente al Museo de la Memoria, para quemar al intelectual y exministro chileno de cultura Mauricio Rojas. Amenazado por la frenética caza de brujas alentada con poemas y canciones, Mauricio decidió irse de Chile, su patria. Hoy sigue publicando exitosos libros y es diputado del Partido Liberal en el austero Parlamento de la democrática Suecia. Antonio Skármeta: gracias por tu aporte a la literatura latinoamericana, tu generosidad y tu tolerancia.