El manual del candidato
Testimonios de la antigua Roma demuestran que muchos buscaban destacar sus propios méritos y los de sus antepasados, para dar cuenta de que tenían vocación de servicio. En un Manual del Candidato del siglo I a.C., Quinto Cicerón sugería a los que quisieran participar de la política: construir una buena fama, 'pues cuanto eres, lo eres por ella".
Las elecciones de este fin de semana han llegado en un momento complejo. Al menos en sus días previos, no permitieron construir el mejor ambiente para llamar la atención y entusiasmo del electorado. Durante las semanas precedentes, hemos sido testigos de una avalancha de polémicas que han involucrado a autoridades de todas las esferas -legislativa, judicial, ejecutiva-, y de los más variados colores políticos. Corrupción, violencia, abusos, mentiras, y contradicciones han generado la sensación de que el mundo político ha caído en el más profundo de los abismos. Y es en medio de todo ello que candidatos a alcaldes, concejales, gobernadores y consejeros han pedido una posibilidad para hacer las cosas de otra manera. Es de esperar que, en ese sentido, las nuevas autoridades electas asuman este desafío como una oportunidad para restablecer la confianza perdida. Ese ha sido un desafío histórico y al menos esta vez, la vara está baja.
En la antigua Roma, las elecciones constituían un ejercicio periódico -más frecuente que el nuestro-, orientado a renovar de manera constante a los encargados de la administración pública y evitar, así, casos de corrupción y asociación que suelen propiciarse cuando se está demasiado tiempo en el poder.
Año a año, se elegían nuevas autoridades locales y centrales. Cada ciudadano que quisiera postular debía profesar públicamente su aspiración en el foro de su ciudad. Sus antecedentes eran revisados y, si era aceptado, su nombre se incluía en una lista pública. Esto daba inicio a una etapa de campaña electoral durante la cual los candidatos hacían gala de su condición de tales, vistiendo la toga candida (de ahí la palabra), una toga blanca que los presentaba en igualdad de condiciones, sin distinción de partidos políticos. El candidato debía basar su campaña en su trayectoria. Más que hacer promesas -que, por lo general, poco se cumplen-, se pedía el honor de ser elegido para servir a la república.
Los grafitis y otros testimonios demuestran que muchos buscaban destacar sus propios méritos y los de sus antepasados, para dar cuenta de que tenían vocación de servicio. Más que hablar del futuro, se basaban en su pasado y presente. Eso sugería Quinto Cicerón en un Manual del Candidato del siglo I a.C. a los que quisieran participar de la política: construir una buena fama, "pues cuanto eres, lo eres por ella".
Sin embargo, aunque el ánimo era garantizar procesos virtuosos, los romanos supieron manipular las elecciones. Quinto Cicerón aconsejaba a los candidatos "rodearse, para las apariencias, de hombres ilustres por su cargo y nombre". Y no sólo eso. Según el autor, la clave para ganar el favor popular era desviar la atención de los atributos propios, para centrarse en los defectos del rival: "que se hable de todo lo infamante, ilegal, deshonesto o corrupto que pueda haber en la personalidad y costumbres de tus oponentes. Todo el esfuerzo de la campaña debe dirigirse a mostrar que eres la esperanza del Estado, pero evitando al máximo hablar de política". Incluso, sugería acomodar el discurso según la audiencia: convencer a los senadores de ser su defensor, a los adinerados, asegurarles un futuro próspero; al pueblo, hacerlo "creer que serás el mejor abogado de su causa".
Las autoridades romanas intentaron evitar esos vicios del sistema, pero está claro que, pese al paso de los siglos, la política no ha logrado superarlos del todo. No obstante, la historia puede dejarnos algunas lecciones. Más que en promesas, las elecciones deberían sustentarse sobre las pruebas que un candidato ofrezca acerca de su trayectoria y servicio a otros. Después de todo, no son solo los candidatos quienes definen el futuro, sino los votantes. En sus manos está la capacidad de exigir una política basada en la integridad, eligiendo a quienes estén dispuestos a encarnar esos principios y restaurar la confianza perdida. 2
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