RELOJ DE ARENA La escoba de la esperanza
Éramos unas 40 personas atentas a la información que entregaba la radio. En verdad el personaje de la reunión era la radio, un receptor de los años 40 del siglo pasado, con gabinete de madera bien barnizado y alimentada con una batería de auto o de camión.
En la sala de clases de la escuela que nos habían facilitado como auditorio no había luz eléctrica. La radio misma era de un parcelero del sector, nada portátil, que la facilitaba generosamente para que los vecinos pudieran conectarse con el resto del país.
Era el 4 de septiembre de 1952, día de elección presidencial. Había que reemplazar al radical Gabriel González Videla que terminaba su agitado periodo de seis años.
Nosotros, agregados al auditorio local, éramos un grupo de unos diez estudiantes viñamarinos, segundo ciclo de las fenecidas humanidades, que disfrutábamos de unas anticipadas vacaciones de Fiestas Patrias después de la cuales había que seguir estudiando con miras al temido bachillerato.
La radio iba entregando números y los asistentes comentaban en voz baja. Se advertían sí las preferencias y las esperanzas de solución a los problemas de ese sector campesino del Norte Chico situado entre Illapel y Salamanca.
Se esperaba la luz eléctrica, gran avance de González Videla, el ejemplo mismo de ese lujo que era la radio, y el adiós a las velas podía llegar en breve. Por ahora, la gente se reunía en torno a los escasos receptores a batería y los domingos muchos fieles seguían la misa transmitida por Cooperativa desde la Iglesia de la Providencia de Valparaíso, relatada, casi como un partido de fútbol, por un joven y entusiasta sacerdote, René Pienovi. Algunos, a la hora de la siesta, escuchaban la Ópera de los Domingos, versión completa que salía al aire, pues el gerente de la emisora era aficionado al bel canto. El poder multiplicador del medio se manifestaba cuando algún campesino entonaba conocidas arias mientras sembraba.
El agua cortada
Pero el gran tema no era la luz, sino que el agua. La queja de los parceleros era que un hacendado "de más arriba" cortaba el flujo del canal y los pequeños productores de los "primores" temían por sus precursoras producciones que alcanzaban buenos precios más al sur.
Pues bien, se esperaba que el nuevo Presidente, Carlos Ibáñez, acogería sus justificadas demandas. Más allá, en el centro del país, los disparos iban contra una supuesta corrupción del Gobierno Radical. Ibáñez barrería con las malas prácticas de quienes se llevaban a la casa los dineros públicos o tenían bien remunerados cargos en la administración. Símbolo de la campaña ibañista era una escoba. Muchos lucían en la solapa de la hoy olvidada chaqueta una pequeña escobita. El candidato mismo esgrimía una de dimensión natural en sus concurridas proclamaciones.
Radomiro Tomic, el candidato DC de 1970, a su vez esgrimió una pala en sus concentraciones, aludiendo así a la importancia del trabajo y los trabajadores. Los resultados son conocidos…
En el grupo aquel de Peralillo escuchábamos de cerca las inquietudes de un Chile profundo, luchador, abandonado, necesitado y esperanzado. Nosotros, adolescentes viñamarinos de clase media acomodada, habíamos visto pobreza y miseria y hasta habíamos ayudado esporádicamente en algunos cerros. Un sacerdote francés, que vivió la Segunda Guerra en primera persona, nos impulsó a trabajar en algunas obras sociales, un policlínico en Recreo y en una residencia para madres solteras, iniciativa revolucionaria.
Pero esa reunión de Peralillo en medio de una elección presidencial era un testimonio vivo, explosión de inquietudes, de tareas pendientes y de una vida dura, ahora con un horizonte optimista.
En la medida que avanzaba la tarde noche y se conocían más números se percibía un aumento de la alegría. Llegaría a La Moneda el "General de la Esperanza" con soluciones a la luz eléctrica, al agua para el riego y al transporte público. El único medio para ir al pueblo era un camión con su parte posterior adaptada para el transporte de pasajeros, el "Canario" se llamaba por su color amarillento. Allí, además de las personas, iban mercaderías y encargos familiares.
Bajo un tablón que oficiaba de asiento vimos un cajoncito blanco. El ataúd de un "angelito", el cadáver de una guagua fallecida quizás de qué y quizás dónde…
Retorno del dictador
Era ya evidente el triunfo de Carlos Ibáñez del Campo, que había sido expulsado del poder en 1931 con la infamante patente de dictador.
Pero volvía ahora por la ruta democrática y con el peso de 446.439 votos, de los cuales, gran novedad, un alto porcentaje correspondía a mujeres que por primera vez sufragaban en una contienda presidencial.
Segundo remataba Arturo Matte Larraín, derecha, con 265.357 votos; seguían el radical Pedro Enrique Alfonso 190.360 y cerraba la carrera Salvador Allende, con 51.975 preferencias. En Valparaíso y Santiago, Ibáñez había arrasado. La campaña del ganador fue dura. Se criticaba su edad, 75 años. Se afirmaba que ya no controlaba la vejiga y se orinaba en las manifestaciones. No era un buen orador y cuestionamiento complicado era una supuesta vinculación con el peronismo. Se recordaban las torturas a estudiantes durante su mandato. Conocí años después a un torturado, el popular doctor Óscar Marín, presidente de Everton, diputado DC y creador del Sermena, un añorado hospital porteño dedicado a los empleados. Se afirmaba también que ordenó "fondear" a homosexuales. Un proceso con sus fojas devoradas por las polillas recordaba con detalles del caso. Debido a que fue el creador de Carabineros, ordenando diversos cuerpos policiales del país, se le apodaba como el "Paco" Ibáñez. Muchas palabras, muchas acusaciones. Inútiles. La exigencia popular era un hombre fuerte y honrado en La Moneda. Así logró una alta votación y el derrumbe de radicales, liberales y conservadores.
El triunfador no era nuestro candidato. Aun sin derecho a voto, teníamos una preferencia y hasta pegábamos en las noches carteles de uno de los derrotados. Interesados en el tema, en casa escuchábamos los comentarios de Luis Hernández Parker en Radio Minería, oráculo de la política nacional. Allí, días después de la elección, hizo una autopsia de los resultados y, en síntesis, demostró que el balance de ese 4 de septiembre había demostrado el cansancio del electorado con la política, con la politiquería, con los partidos tradicionales y sus dirigentes. Los números, afirmaba, aseguraban el triunfo del radical, pero los votos, sin cédula única y además con bastante cohecho, habían demostrado otra cosa.
¿Funcionó la escoba y barrió con la corrupción y la politiquetería? ¿Se acogieron las demandas pendientes de una ciudadanía reiteradamente defraudada?
Los historiadores, posiblemente, tengan un análisis y respuestas.
El hecho es que transcurridos 72 años se mantiene vigente la demanda de una escoba que barra de verdad y de un hombre fuerte que se atreva a derribar esas barreras que, con mil formas, acosan -palabra de moda- a los chilenos.