LA TRIBUNA DEL LECTOR Educación y productividad
POR ALFONSO SALINAS MARTÍNEZ, PRESIDENTE DE LA ASOCIACIÓN DE EMPRESAS REGIÓN DE VALPARAÍSO, ASIVA
La educación formal puede al menos tener dos caracteres. Uno, vinculado a adquirir habilidades para aplicarlas a temas específicos buscando resultados prácticos, ya sea en el ámbito laboral, científico o tecnológico. Otro, más amplio, asociado al arte de vivir, complementario al entregado en el hogar, para entender el significado de la vida, adquirir buenas costumbres, sociabilizar, cultivar el cuerpo, la mente, el espíritu. Mucho énfasis ponemos en el primero, menos en el segundo. Ambos están vinculados.
Desde la perspectiva práctica, Chile ha hecho un gran recorrido desde que instauró, en el siglo XX, la educación obligatoria. Sin embargo, mantenemos importantes rezagos en materia de aprendizaje, a pesar de haberse aumentado de forma sostenida los recursos públicos destinados a educación desde hace ya varias décadas. Dichas falencias se asocian a los problemas de desarrollo del país: difícil generar el impulso necesario para transformarnos en un país desarrollado si el nivel de nuestros estudiantes y egresados es tan bajo. Si bien existen brechas en las distintas disciplinas asociadas a pruebas estandarizadas (Simce o Pisa), no aparece un diagnóstico más específico respecto a las deficiencias identificadas en materia productiva. ¿Es, acaso, nuestro principal problema que los ingenieros erran al calcular los edificios, los médicos en sus diagnósticos, o los abogados en su conocimiento de las leyes? ¿O es, más bien, que no hay suficientes técnicos en electrónica, robótica o mantenimiento? ¿O quizás sea que las falencias radican en que los jornaleros, los estucadores y gasfiteros son deficientes o que sólo una ínfima parte de nuestra población habla inglés?
Solemos medir la productividad en términos de la valoración monetaria de lo que producimos por unidad de tiempo (pesos por hora hombre) y constatamos que la de cada trabajador chileno en promedio es baja comparada con países desarrollados. Pero eso es la consecuencia de que nuestros productos son baratos en comparación con otros transados. Como sabemos, otros países nos venden los autos, celulares, máquinas y softwares, mientras nosotros comercializamos apenas materias primas, cobre, frutas, pescado. Los primeros son más caros que los segundos, ergo, nuestra productividad es menor. De allí deriva la pregunta de cómo podríamos producir otro tipo de bienes y servicios, pero oculta la pregunta de productividades específicas. Si bien ambas parecen estar en relacionadas, sería más práctico partir por intentar que nuestros trabajadores fuesen más eficientes y productivos en aquellos sectores o disciplinas donde muestran mayores rezagos. En simple, que en aquellas materias donde nos quedamos atrás, lo hagamos mejor, que cada trabajador, en labores complejas y probablemente más en las simples, use mejor su tiempo y se concentre más en hacer la pega bien, sin distraerse, sin sacar la vuelta, en ser más riguroso y exigente consigo mismo, y así haga más provechoso su horario laboral, trabaje mejor y sea más productivo.
En los años 60, el economista y político W.W. Rostow publicó un libro sobre teoría del desarrollo que tuvo mucha influencia en las políticas de industrialización de muchos países, entre ellos Corea. Según su definición, la madurez en el desarrollo de un país se alcanza cuando en todos los sectores de su economía se han incorporado los avances tecnológicos disponibles. Reflexionando sobre Chile, me parece que debiéramos estar cerca de dicho estadio. Sin embargo, a mi juicio el problema no está ahí, incorporar tecnologías, sino en que nuestros trabajadores son poco productivos en el sentido expuesto. El día en que "hacer las cosas a la chilena", en vez de ser sinónimo de pillería o viveza y más bien mal hechas, signifique hacerlas bien, a la primera, con preocupación en el detalle y el resultado, sólo entonces podremos aspirar a ser un país desarrollado.