APUNTES DESDE LA CABAÑA Todos somos Odiseo
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE
En estas nubladas y postreras mañanitas de diciembre suelo preguntarme ¿qué celebraremos en los próximos días? ¿Haber pasado el año viejo o estar recibiendo el nuevo? ¿Celebraremos un ¡al fin se va este año!, o estaremos enfocados en acoger el que llega? ¿O se tratará de ambas cosas a la vez? ¿Sentimos gratitud por haber vivido un año más o lamentamos más bien cuanto perdimos este año? ¿Enfrentamos estos días con fe y optimismo o nos domina la incertidumbre a causa de la nueva órbita alrededor del sol? ¿O abordaremos todo en conjunto? Y en caso de que nos inunden ambos sentimientos a la vez, ¿cuál será el predominante en nuestro alma?
Recuerdo que en mi madre cierto temor a que nuestra vida dejara de ser tan grata y estable como hasta ese momento, y que a mi padre lo animaban nuevas ideas y proyectos. Mi madre asentaba la estabilidad familiar en la inmovilidad que postulaba Parménides mientras mi padre era un seguidor de Heráclito: "todo cambia sin cesar" y "nadie se baña dos veces en el mismo río", repetía con insistencia. A mí a ratos me atrae Parménides y a ratos Heráclito, y pienso asimismo en el gatopardismo descrito por Giuseppi Tomasi di Lampedusa en su novela El gatopardo: "cambiar todo para que nada cambie". En fin, Hegel intentó sintetizar estos momentos mediante la dialéctica, de la que se apoderó Karl Marx en clave materialista para fundamentar el concepto de "revolución", desprestigiado por los revolucionarios, que hoy prefieren recurrir al eufemismo "cambios profundos" para no meterse entre las patas de los caballos.
Pero volvamos al tema de "el 31": Recuerdo que cuando en mi infancia se lo celebraba en casa, llegaban algunos invitados luciendo eufóricos y otros temerosos ante lo que se aproximaba. Había quienes a las doce brindaban chispeantes y comunicativos, y quienes se emocionaban hasta llorar, lo que a nosotros, niños, nos asustaba pues ignorábamos que comenzaba algo trascendente: los dioses barajarían los naipes de cada uno mientras la humanidad soltaba amarras para iniciar un nuevo viaje con el anhelo de Odiseo de regresar a Ítaca. El inicio de un milenio o siglo consterna al ser humano, y el del nuevo año impulsa a muchos a extraer conclusiones tristes o a plantearse preguntas sin respuesta.
Pero lo cierto es que el 31 de diciembre es la única ocasión en que el ser humano (tan sobrevalorado) comparte urbi et orbi dentro de un coincidente y acotado lapso de tiempo el sentimiento de pertenecer a la misma especie y habitar en el mismo planeta. Ni siquiera las catástrofes más devastadoras ni las peores crisis económicas mundiales nos empujan a reconocer que pertenecemos a la misma especie y que tripulamos la misma nave, la única de que disponemos, por lo demás, que gira en este universo indiferente ante quienes temporalmente habitamos en la Tierra. Ante esto, arrogantes suenan los ambientalistas que claman con histrionismo que la Tierra está en peligro, pues lo cierto es que ella existe desde una eternidad anterior a nosotros y seguirá girando alrededor de Helios tras nuestra extinción. No es la Tierra la que está en peligro sino la especie humana, y para corroborarlo basta con escuchar las amenazas de Vladimir Putin o Kim Yong-un.
Hace mucho decidimos con mi esposa dejar de asistir o de organizar las tradicionales celebraciones de año nuevo. Nos convencimos de que el paso del año viejo al nuevo, más que festejarlo con euforia "hasta que las velas no ardan", corresponde conmemorarlo de modo reflexivo y contemplativo pues ¿cómo celebrar lo que viene si aun no tiene su rostro perfilado? Aclaro: Sabemos que es cuestión de gustos y que no existe un protocolo universal sobre cómo celebrar "el 31", y que por lo tanto cada uno lo hace a su conveniencia. Pero no nos embulla eso de que después de las doce y, como obedeciendo al disparo que marca la partida en las carreras, uno deba transformarse en un sujeto al borde del paroxismo que no deja de abrazar y palmotear en la espalda a quien se le ponga por delante. Lo nuestro es sentarnos en el jardín, esperar las doce mirando las estrellas junto a una copa de champán, allí donde apenas llega el rumor de estampidos y fuegos artificiales, admirar el cielo y conversar sobre lo que fue el año por morir y lo que pretendemos en el nuevo.
Aquello permite a cada uno aportar sus ideas o citar versos de poetas o reflexiones de filósofos, anunciar lo que nos proponemos y agradecer lo que hemos conseguido pero de cara al inmutable firmamento, allá donde nada pareciera cambiar y que nos revela la modestia de nuestra Tierra y nuestra insignificancia en el Universo, y que nos coloca asimismo frente al misterio del ser humano y la razón de existir de esta especie capaz tanto de los actos más nobles como los más deleznables.
Esta forma de despedir y recibir la tomamos de varios filósofos. De Friedrich Nietzsche, por ejemplo, quien decía que todo se repite al infinito y por eso que el fin de año es una ilusión, una división del tiempo en segmentos arbitrarios. Para Martin Heidegger cada fin de año es algo que nos hace patente nuestra finitud y mortalidad, y para el gran Epicuro de Samos (¡hace 2.300 años!), el término de una fase brinda la oportunidad para reflexionar sobre los trabajos y placeres de la vida, y también para agradecer lo bueno, principio que el emperador Marco Aurelio tomará del heleno y el cristianismo hace suyo.
Este 31 de diciembre, poco antes de que en nuestra pequeña ciudad las campanas den las doce de la noche, y en otras zonas del mundo ya las hayan dado o estén por dar, saldremos como de costumbre a tendernos en sillas de playa a observar, inmersos en el sosiego nocturno, el cielo estrellado. Escrutaremos por si algo especial ocurre allá arriba o si el Universo sigue mostrándonos su indiferencia, recordándole tal vez así a nuestra especie que somos nosotros los llamados a salvarnos en esta preciosa nave que surca colorida y silente entre los cuerpos del espacio con el ansia de regresar a Ítaca. Y como dice el poema homólogo de Constatino Kavafis: "Cuando emprendas tu viaje a Ítaca, pide que el camino sea largo / lleno de aventuras, lleno de experiencias…/ Que sean muchas las mañanas de verano / en que llegues -¡con qué placer y alegría!- / a puertos antes nunca vistos. / ¡Feliz año 2025 para todos.