Mujeres a la universidad
Cuando consideraron que sus alumnas estaban preparadas, Antonia Tarragó e Isabel Le Brun comenzaron a insistir al Consejo de la Universidad de Chile sobre su derecho a ser examinadas y admitidas en dicha casa de estudios. Tardaron años en convencerlos, pero lo lograron".
Mañana se conocerán los resultados de la PAES para iniciar el período de postulación universitaria de miles de estudiantes en el país. Entre ellos, tal como ha ocurrido desde hace ocho años, el número de mujeres que participa del proceso ha sido superior al de los hombres, mientras que las notas de Enseñanza Media, así como el ranking de egreso, han sido mejores para el promedio femenino.
Estas tendencias deben valorarse en perspectiva histórica, porque algo que hoy parece tan normal, no siempre lo fue. La autorización para que las mujeres pudieran rendir los exámenes de bachillerato exigidos para obtener grados académicos se reconoce como el "Decreto Amunátegui" del 6 de febrero de 1877. El apodo de este documento recuerda a su firmante, el ministro Miguel Luis Amunátegui, un convencido de que las mujeres tenían las capacidades intelectuales requeridas para cursar estudios científicos y que debían gozar del derecho a recibir una mejor educación.
Su convicción no nacía del azar; había sido testigo de los progresos alcanzados por profesoras y alumnas que, años antes, formaron desde iniciativas privadas, los primeros colegios de niñas, conscientes de que las mujeres podían aspirar a una instrucción más compleja que la que el sistema les proveía. Su limitación histórica para cursar estudios superiores se relacionaba con los roles que la sociedad en ese entonces esperaba de ellas, así como con la consideración que se tenía sobre sus capacidades físicas e intelectuales. Por siglos, fueron pensadas por muchos como sujetos más débiles, emocionales y mejor dispuestas para labores domésticas.
Sin embargo, siempre hubo quienes creyeron que las mujeres podían aspirar a otras labores. Sin renegar de su vocación maternal, creían que también podían abrirse a nuevos horizontes. La primera chilena en ingresar a la universidad fue María Dolores Egaña, en 1810. Hija del profesor Juan Egaña, no tuvo que rendir el bachillerato, pero sí demostrar su preparación para cursar estudios superiores en la Real Universidad de San Felipe. Los tiempos convulsos le impidieron finalizar su carrera, pero ella demostró que no se trataba de un asunto de capacidades, sino de voluntad.
A lo largo del siglo XIX, muchos abogaron por una educación femenina de corte académico: Fanny Delauneux y su esposo José Joaquín de Mora crearon el primer colegio para señoritas en 1829; la escritora Mercedes Marín sostenía que la inteligencia femenina no tenía límites; la intelectual Carmen Arriagada decía que educar a las mujeres era más importante que formar a los hombres, por ser el pilar de la familia; mientras que Lucrecia Undurraga y Rosario Orrego, a través de las revistas que lideraron, plantearon este tema para el debate público.
Ellas y muchas otras generaron las condiciones para que, en la década de 1870, Antonia Tarragó e Isabel Le Brun fundaran, cada una, los primeros colegios secundarios para mujeres con un enfoque academicista. Allí enseñaban las mismas materias que a los varones. Y cuando consideraron que sus alumnas estaban preparadas, comenzaron a insistir al Consejo de la Universidad de Chile sobre el derecho de sus alumnas a ser examinadas y admitidas en dicha casa de estudios. Tardaron años en convencerlos, pero lo lograron. Tal vez, el decreto Amunátegui debería conocerse como el decreto "Tarragó-Le Brun".
El ingreso y éxito académico de las primeras médicas, Eloísa Díaz y la porteña Ernestina Pérez, o de las primeras abogadas Matilde Throup y Matilde Brandau, coronaron de forma brillante este proceso. Estos logros no son solo capítulos del pasado, sino la base sobre la que hoy miles de mujeres construyen sus sueños académicos y profesionales. Valorar su origen nos invita a seguir avanzando hacia una educación con oportunidades, que valore los talentos y el esfuerzo más allá de cualquier otra distinción. 2
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