LOS MARTES DE DON DEMETRIO
POR DEMETRIO INFANTE FIGUEROA, ABOGADO Y EXDIPLOMÁTICO
Recuerdo que la primera vez que oí la expresión marcar el paso fue cuando mi padre decidió que los últimos cuatro años de colegio debía estudiarlos en el Liceo Alemán del Verbo Divino, en Los Ángeles, por lo cual debía trasladarme a ese establecimiento en calidad de interno. Nosotros vivíamos en Lota y yo nunca había estado en esa ciudad de la zona del Biobío. Llegué allí sin conocer a nadie y me encontré sometido a una disciplina realmente germana, donde muchos de los profesores eran sacerdotes alemanes que habían pasado la segunda guerra mundial e incluso había uno, el de química, que había estado en la primera (1914-1918).
Esa estricta disciplina contenía reglas que debían obedecerse al pie de la letra. El dormitorio, por ejemplo, era lugar de silencio, día y noche, y hablar en ese sitio era penado en forma rigurosa. Cada uno de esos curas tenía especialidad en un ramo, el que manejaba a la perfección. Pero había una asignatura en que no existía uno, gimnasia, por lo cual, como consecuencia lógica de la esencia del colegio, se contrató a un mayor de Ejército que era parte del regimiento de Los Ángeles, el cual en ese momento todavía ocupaba una manzana completa en pleno centro de la ciudad. Incluso su puerta principal estaba frente a la plaza de armas. Lógicamente el mayor en mención nos impartía una gimnasia que tenía más bien que ver con la que se practicaba en la Escuela Militar en Santiago y su primera tarea fue enseñarnos a desfilar. Ahí fue la primera vez que recibí la orden de "marcar el paso", ello antes de dar inicio a una marcha. No había alternativa a equivocación. Todos debíamos seguir el mismo ritmo y el que fallaba debía pagar con repetición de ejercicios especiales. Fue la primera vez que escuche la orden "marcar el paso".
La segunda fue en el momento de la despedida en Lota, cuando me trasladé a Viña del Mar para estudiar Derecho en la UCV. Mi padre, en un acto poco habitual en él, me dijo unas palabras que llevaban envueltas mucha seriedad. Me señaló que había elegido una linda carrera, pero que abogados había muchos, por lo cual debía poner todo mi empeño en ser un buen alumno y luego intentar ser un profesional de nota. En un momento me señaló no quiero que seas uno de aquellos que "marcan el paso". Me tomé a pecho esa expresión proveniente de un padre serio generalmente poco comunicativo en cosas de esta especie.
La tercera vez que oí del tema fue en un almuerzo en Santiago, alrededor de 35 años atrás, con mi colega diplomático y gran amigo Carlos Ducci. Era un tipo capaz, inteligente y muy agudo. Tenía a flor de labios la picardía de los descendientes de la bota situada en el mar Mediterráneo. Haciendo una especie de apócope de la expresión "marcar el paso", me dijo que le iban a implantar un "marcapasos". La verdad es que yo no tenía idea de los detalles de esa operación. Con su gracia propia me dijo: "Mira, Deme, me van a poner en una parte del pecho una batería que va estar conectada internamente al corazón y que por medio de descargas eléctricas me va a regularizar el ritmo de aquél. Es una aparato -siguió- de última generación y tiene un tamaño un poco mayor que una cajetilla de cigarrillos, lo que constituye un tremendo adelanto, ya que los primeros que se instalaron eran como si te hubieran introducido dentro del cuerpo una máquina de escribir".
Lógicamente, esta última expresión era una exageración típica de su carácter. La verdad es que me quedé preocupado, pues dudé mucho de la efectividad de un aparato de ese tamaño implantado dentro del cuerpo y, lo que era más sustantivo, de si mi amigo sobreviviría. El resultado fue que la operación fue un éxito y el "italiano" anduvo por años con ese "instrumento algo más grande que una cajetilla de cigarrillos" dentro de su pecho. Cada cierto tiempo debía cambiarle las pilas con que aquél funcionaba.
Pues bien, el otro día, debido al desgaste del material con que vi la luz del día, fui al cardiólogo y me dijo que tenía que instalarme "un marcapasos". Me acordé de Ducci y le narré su historia al médico. Este se rio y me dijo que ahora se implantaba un aparato muy pequeño y que la operación era casi ambulatoria. Se nota que la ciencia ha avanzado a pasos agigantados en estos 35 años.
Debo declarar mi confianza absoluta en el médico que en unos días más me hará el procedimiento, pero tengo ciertas confusiones algo raras. La primera es que cuando se me hicieron los exámenes previos hubo uno que me mostró en una pantalla mi corazón. ¡Qué desilusión! Ese órgano que es el signo del amor y que tiene una forma tan bonita que grafica el sentimiento profundo que uno puede tener hacia otra persona, es tremendamente feo. Además, funciona con un sonido sordo que en la forma se parece a la respiración de un pulpo.
Luego, cuando se me explicó que se me pondría un pequeño aparato en el pecho que tendría conexión con el corazón por medio de unos cables que seguirían el camino de una vena, más que temor sentí como una especie de invasión inaceptable. Mi corazón, donde está radicado mi amor por la mujer que tengo, mis hijos, mis nietos y mis amigos, iba a ser invadido por unos pequeños instrumentos que permearían allí unidos a un aparato que estaba a distancia de otra parte de mi cuerpo. En otras palabras, me violarán el corazón. Todo el mundo, reitero, me da las seguridades que es una intervención muy segura, lo que creo, pero ello no impide sentir esa especie de violación consentida del que ha sido el órgano que me ha permitido vivir tranquilamente por más de 85 años. Espero que todo salga bien.
Cuando me lo haga, les cuento cómo fue la cosa y cuál fue el resultado.