APUNTES DESDE LA CABAÑA La Patrona me espera en La Dormida
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE
Todo buen observador que haya atravesado Tiltil por la calle Arturo Prat con el fin de tomar la Cuesta La Dormida en dirección a Olmué tiene que haber visto, en la esquina de Prat con la cuesta, subiendo, a mano izquierda, el almacén La Patrona. Imposible pasar por allí sin ver la antigua, sencilla y bella construcción pintada de ocre colonial, de un piso y gruesos muros, delicadamente restaurada, que alberga al negocio al que me refiero.
En la aridez del paisaje de la zona central, que recuerda las vastedades de Castilla, entre tunales y olivares resplandece esa joyita arquitectónica campestre. Desde hace mucho el establecimiento me despierta curiosidad y admiración, pero nunca he tenido tiempo suficiente para detenerme y entrar. Usted ya sabe: el ansia por llegar de vuelta a casa tras un día en el smog y el tráfago santiaguino, un compromiso, amigos o lecturas que aguardan, páginas que uno desea editar... En fin, el tiempo es un tirano, el tiempo escasea, el tiempo huye y, lo peor, con nosotros a rastras. Pero ese almacén es único por el cariño, la dedicación y el orgullo de los propietarios que expresa. ¿Cuántos emprendedores invierten tiempo y recursos en restaurar una construcción de valor patrimonial para ofrecer un espacio comercial que procure goce estético y enriquezca nuestro descuidado y ultrajado patrimonio cultural?
Esta vez decidí bajarme a explorar. Estacioné frente a La Patrona. Tarde de jueves. Calor de sauna. Tiltil y la Cuesta desolados, hasta los perros dormitan bajo la sombra de unos peumos confiando en que retorne la tregua que regala el crepúsculo. Arriba, en el cielo prístino de los relatos de Juan Rulfo o Gabriel García Márquez, planean en círculo los jotes buscando carroña. Cruzo la carretera e ingreso a la tenue penumbra del almacén que levita en el fresco que atesoran sus muros de adobe y el techo de teja. Soledad. Silencio. Sosiego. Piso y muebles restaurados. Es un almacén de campo, pero como los de antes, con carácter y olor a historia. El sitio transporta al pasado, a uno que trae a la memoria ambientes acogedores donde habitaron la seguridad y la confianza y todo aquello que perdimos y ojalá un día recobremos. Detrás del pesado mesón veo frascos de mermeladas, botellas de refrescos, galletas, conservas, aceitunas, higos, en fin, lo propio de un almacén, y a un costado, como en un museo, enmarcados, se exponen documentos notariales y recortes de diario amarillentos que narran la historia de La Patrona, fundada en 1938.
Saludo en voz alta en el espacio sin gente, y me responde la voz de un hombre mayor que emerge del interior de la construcción esbozando una sonrisa amable. Lo felicito por el cuidado con que ha restaurado la propiedad, y le explico que es la curiosidad lo que me hizo detenerme. Se llama Augusto Mondaca. Sonríe sorprendido por mi admiración por su obra que embellece el rostro de Tiltil, y me cuenta que la propiedad lleva cinco generaciones en manos de su familia. Agrega que "la patrona" era su abuela, una mujer de temple y trabajo, y me muestra otros ambientes del almacén, todos recuperados con esmero, gusto y detalle, y luego me conduce al jardín trasero, donde tiene un museo en formación con instrumentos de trabajo agrícola en la zona. Desde azadones a rastrillos, pasando por hoces, chuzos y piedras de moler, arados y tanta herramienta cuyo nombre y función lamentablemente desconozco, herramientas antiguas empleadas por finados que ahora reposan en silencio como ellas. Aquello me recuerda el interior de las islas griegas de Samos y Creta: el paisaje agreste de aire seco, la sufrida vegetación achaparrada, la canícula paralizante, los manchones de sombra generosa que crea el abrazo entre viejos muros y árboles añosos.
En el jardín, don Augusto me enseña orgulloso una magnífica camioneta Ford de los años treinta, llamada El Patriota. La conserva impecable y pertenece al decenio en que la tienda abrió sus puertas. ¡Cuánta historia carga el vehículo! Le cuento a don Augusto que debo continuar, pero que volveré a pasar, y le pregunto si puedo tomarle una foto posando en su reino pulcro y restaurado. Claro que sí, responde, pero antes déjeme ir a ponerme sombrero para salir como corresponde, y desaparece en el interior de la construcción para regresar tocado con sombrero. Le tomo la foto, esta que acompaña mi columna, lo felicito por su restauración y le agradezco por obsequiar belleza e identidad cultural al paisaje, y al despedirme le reitero que, en cuanto pueda, volveré al fresco de La Patrona, que en el año 2025 luce como si la abuela acabara de inaugurarlo.