APUNTES DESDE LA CABAÑA Los "guagüeros" de La Habana
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE
¡Qué calor infernal ha hecho estos días en el país! Aunque no debiera quejarme, porque vivo a los pies de la Cordillera de la Costa, en una zona hasta la cual llega con frecuencia y carácter una brisa refrescante, que -según un aeronauta experimentado- sopla desde el Océano Pacífico por enrevesados senderos. Añade que la brisa continúa soplando hacia el monte La Campana (monte y no cerro, que cerros son los de Valparaíso o el Santa Lucía, no el imponente La Campana que ascendió Charles Darwin), una benéfica corriente de aire que aprovechan las aves y los planeadores.
Junto con beber suficiente agua, darme un par de chapuzones y ponerme en la sombra a buen resguardo, durante los días de calor extremo recuerdo a guisa de consuelo jornadas tórridas pasadas en otras latitudes. Si bien son varias a mencionar -entre ellas en Saigón y las islas de Cozumel y Samos-, no me queda más que poner en primer término las vividas cada agosto en Cuba. Allí, como se sabe, el calor es cosa seria, permanente y en extremo húmedo, y ni siquiera por las noches la temperatura se apiada de uno dando tregua, y así La Habana con sus derruidas construcciones, apagones y falta de buses se convierte en infierno doble. Es cuando la ciudad hierve y el asfalto se reblandece. Se dice que los generales independentistas más temidos por las tropas españolas en el siglo XIX se llamaban junio, julio y agosto, pues exterminaban a los ibéricos. No lo dudo. Recuerdo que tan sólo una vuelta a la manzana a la hora de la canícula, cuando no sopla brisa ni por los portales y el tiempo parece detenido, hace que uno vuelva a casa empapado en sudor. Durante los peores días muchos pasan la noche en vela o tratan de conciliar el sueño al aire libre, en lo posible en el Malecón, porque las viviendas se vuelven hornos.
¿Y cómo podía uno prepararse allí para enfrentar el calor si los aires acondicionados de la época capitalista se habían estropeado, no había repuestos y no vendían aparatos en parte alguna, y hasta los ventiladores soviéticos escaseaban? Si uno no tenía el privilegio de vivir frente al mar, había que resistir a capella, no más. Con mis compañeros cubanos de la universidad, donde estudiábamos media jornada, teníamos que irnos a la siguiente jornada al centro de trabajo adonde el estado nos enviara, pagándonos un salario hoy equivalente a diez mil pesos. Lamento desilusionar pero eso de que allí la educación es gratuita, no es cierto, se la paga trabajando para el estado, con retribución simbólica y sin derechos sindicales. Bajo el plan fidelista de "estudio y trabajo", cuyo objetivo era crear al "hombre nuevo", los estudiantes deveníamos mano de obra obligada y casi gratuita. En fin, mis compañeros se prodigaban en darme consejos para no llegar enteramente sudado a la universidad: Camina a paso lento, no te agites ni "cojas lucha" con nada y circula por la acera de la sombra, jamás por "la acera de los bobos". También sugerían calles por las que supuestamente soplaba la brisa y llevar un pañuelo sudadero, pero lo cierto es que yo igual llegaba empapado a clases. Y lo peor: no tenía forma de eludir la caminata de casi una hora hasta la legendaria Escuela de Letras, cuyos graduados más destacados han terminado en el último medio siglo en el exilio. No podía eludir la travesía a pie, pues los buses pasaban tarde, mal y nunca por culpa del imperialismo.
Y cuando los buses pasaban, iban repletos hasta las puertas delantera y trasera, de las cuales colgaban racimos de pasajeros que no se caían de milagro y solidaridad humana, es decir, porque cada uno se aferraba al otro como podía. Muchos romances surgieron de esos batuqueados viajes de íntima cercanía. Los buses eran unos viejos y maltrechos Leyland, importados de Inglaterra en 1964, cuando el castrismo llevaba cinco años y aun contaba con las reservas de la dictadura anterior, la de Fulgencio Batista, que duró menos de siete años, la décima parte del tiempo que lleva la de los hermanos Castro: 66 años. Las legendarias "guaguas" Leyland -guagua le dicen los cubanos a los buses) eran ruidosos, pero sólidos y compactos, auténticos hornos ambulantes pues sus diminutas ventanillas de guillotina apenas se abrían y por las puertas que tapiaban los racimos de pasajeros no entraba fresco ni durante las enloquecidas carreras de sus choferes.
Debido a la escasez de "guaguas" y a la apretacinga" de pasajeros, el interior pasaba pronto de horno a sauna. Allí se sudaba más que trotando por las calles. Como si fuera poco, las guaguas no se detenían en las paradas, donde aguardaban irritadas multitudes, sino que a setenta metros antes o después, con el fin de que la selección natural -que favorecía a los más veloces- definiera quién abordaba. Como puede imaginarse, el servicio era de crueldad e injusticia extremas, pero los perdedores, ya sin aliento ni bus, no tenían a quién reclamar, y les quedaba sólo confiar en que la próxima guagua parara más cerca de ellos. Amigos turistas que van allá tienen la impresión de que todo ha empeorado desde que salí de Cuba, hace 46 años, cuando no llegaba a los treinta pero podía concluir que ese sistema no tenía arreglo.
Pero hablaba del calor en La Habana, y debo decir que los choferes de "guaguas", los guagüeros, merecen comentario aparte. Por lo general eran afrocubanos, manejaban con la camisa abierta de arriba abajo, lucían encandiladoras cadenas doradas colgadas del cuello, anteojos de sol de ínfima calidad, pulseras en las muñecas y gruesos anillos en las manos, y se dejaban una -sólo una- uña en extremo larga, que se comentaba era un arma originaria, y a su lado atesoraban una palanca de fierro para resolver disputas con pasajeros, conductores o guagüeros. El que menos se creía piloto en Indianápolis, y así arrancaba (nunca mejor dicho) de las paradas, tomaba las curvas, frenaba en seco y zangoloteaba a los pasajeros que iban apretados como sardinas de las antiguas latas (que en Chile, dicho sea de paso, vienen cada vez con menos sardinas).
Cuando manejaban a toda velocidad, los guagüeros iban sentados de lado, pero con el codo izquierdo apoyado en la ventanilla si iban haciendo tiempo, y cuando se trataba de alcanzar al guagüero que los antecedía, entonces la carrera se volvía de miedo. El guagüero se enajenaba y manejaba casi de pie, como si estuviese echándose unos pasitos de wawancó, y cantaba o soltaba bravuconadas como "a mi nadie me la gana en toda la isla, caballeros" o "aun no ha nacido el guagüero que me venza en una carrera o viva para contarlo". Y ahí sí conducían olvidados por completo de la compacta y aterrada carga humana que bregaba por sobrevivir atrás. Pero siento que es imposible imaginar que es eso sin haberlo vivido. Si usted no experimentó ese loco frenesí, no puede imaginar esos viajes. Además, ya no existen las Leyland. Fueron reemplazadas por camiones tolva adaptados artesanalmente con escasos asientos. Duros como piedras. Si usted piensa que en Cuba, donde desde hace mucho las cosas pintan muy mal, ellas no pueden empeorar, se equivoca. Siempre pueden empeorar. Los abismos de los países no tienen fondo. Por cierto, hoy allí hay transporte de pasajeros con tracción animal, pero no por moda o lujo, sino por falta de guaguas y combustible.
Al final lo importante para "coger la guagua" era ser muy veloz o saber apostar (¿se detendría antes o después de la parada?), y ya arriba convenía ser musculoso para aferrarse de forma segura a asientos o barrotes para no salir eyectado en las curvas o alguna detención brusca. Pero lo más insólito de las Leyland se presentaba cuando el guagüero notaba que en una cafetería se estaba formando cola porque iban a vender café, el que hasta hoy está racionado, tal como el azúcar y el habano, entre otras cosas. Bueno, cuando el guagüero veía aquello, paraba en seco, trababa el bus con un feróstico freno de mano, y se bajaba llevando su palanca y se colaba en la fila haciendo valer su condición de sirviente público con estricto horario que cumplir. Así conseguía el vasito de cartón con una modesta medida de café dulce y aromático. Los pasajeros, en cambio, aunque deseosos por hacer lo mismo, esperaban en silencio en el interior de la guagua sabiendo que si bajaban, podían quedarse sin pan ni pedazo.
Cuando yo notaba que ya estaba cerca de la universidad, me bajaba siguiendo al guagüero, me colaba con él en el local para conseguir café, y algunos se compadecían de mí y me lo permitían, y entonces, con el vasito de cartón ya en la mano cubría a pie el resto del trayecto a la universidad. Pronto aprendí que viajando en guagua o caminando, yo siempre llegaría empapado de sudor al lugar que fuere. El misterio que sin embargo nunca desentrañé fue el de cómo las bellas habaneras lograban desplazarse por las ardientes calles de la ciudad con tanta gracia y sensualidad y sin una gota de sudor corriéndoles por la frente ni las mejillas.