RELOJ DE ARENA Los eternos charlatanes
Era la esquina preferida por los charlatanes. El encuentro de calle Esmeralda con Plaza Aníbal Pinto. Técnicamente no se trata de una esquina, pues una esquina tiene proporciones regulares y con intersección de dos o más calles. Pero los caprichos de la loca geografía porteña dan lugar a esa esquina, popular y recorrida.
Allí se ubicaba en el siglo antepasado la Casa Burmersteir, importadora de artículos europeos para el hogar. Posteriormente llegó al lugar la Casa Jacob, con amplia oferta de productos importados, especialmente vajillas, juegos de loza, juguetes y adornos para el hogar.
Negocios que se los llevó el viento, cambios de costumbre y huracanes económicos.
El edificio mismo del lugar data también del siglo antepasado y se mantiene en digna condición.
El riquet
En el mismo edificio, en la esquina con calle Melgarejo, se ubicó por décadas el Café Riquet. Deliciosas tortas y pasteles y, actualizado, buen restaurante. El nombre replica un establecimiento similar de Leipzig, Alemania, instalado en 1908 por una empresa de 1745 dedicada a la importación de té y café desde Asia. El porteño Riquet es de los años 30 del siglo pasado y fue instalado por un señor germano de apellido Spratz.
Se fue el tradicional café y apareció una farmacia, una de tantas que atienden a los hipocondriacos porteños.
En la esquina del frente se ubicaba en el siglo antepasado el Café del Orden, que tomaba su denominación del nombre mismo del lugar, Plaza del Orden. El intimidante nombre fue cambiado por el de Aníbal Pinto, quien gobernó el país entre 1876 y 1881, afrontando con éxito la Guerra del 79. Dejó el poder y rechazó recompensas dedicándose a la tarea de traductor del diario El Ferrocarril. Dominaba cinco idiomas, de vida austera falleció en Valparaíso en 1884. En el santoral feminista, tan de moda, don Aníbal debería ser recordado, pues en 1877, vía decreto, permitió el acceso de la mujer a la universidad.
Volviendo a la esquina con Melgarejo, el Café del Orden también cambio de nombre y pasó a llamarse Bar Alemán. Sus dueños, germanos, aportaron a la gastronomía nacional numerosos platos. Entre ellos se quedó para siempre el "bistec alemán" o tártaro, simplemente carne cruda raspada de una pieza de vacuno, "cocinada" con jugo de limón y sazonada con mostaza al gusto. Compañía inevitable un shop que surgía de barriles de madera que llegaban de Limache desde la fenecida cervecería que todavía exhibe su firme estructura de vigas de acero en la ciudad de los tomates.
Tartaro y ceviche
El preparado, aparentemente simple, pero exigente en cuanto a frescura y calidad de la carne, puede vincularse, pariente lejano, con el ceviche, parte de la cultura indígena, pescado también crudo atacado con limón.
La plaza misma nada tiene que ver con la plaza convencional, expresión de viejas normas urbanas españolas.
Como ornamento de su irregularidad ostenta desde 1930 la Fuente de Neptuno, grupo escultórico de hierro donde el Dios de las Aguas esgrime un tridente, acompañado de dos dragones que lanzan agua desde sus feroces fauces.
Fue diseñada en Francia en el Siglo XIX por el escultor Vital Dubray. Traída a Valparaíso por el empresario Juan Brown, la ubicó en su quinta, pero finalmente la donó a la ciudad.
La fuente dio el nombre a un conocido bar y restaurant situado enfrente, propiedad de Willy Müller, fallecido empresario norteamericano de origen alemán que marcó una época en la gastronomía local.
El cuerpo de viejos inmuebles donde se ubicaba el Bar Alemán, fue demolido en los años 70 del siglo pasado para dar paso al Edificio Esmeralda, donde se instalaría la Intendencia Regional junto a numerosas dependencias burocráticas, oficinas siempre en aumento sin mayor beneficio en el desarrollo local o nacional.
La antigua Intendencia tenía su sede, incluyendo la residencia del intendente, en el tradicional edificio de Plaza Sotomayor que pasó a ser sede la Comandancia en Jefe de la Armada. Un cambio del 73 que, con mirada positiva, se puede afirmar que consolidó la jefatura naval en Valparaíso, donde corresponde, y que había revoloteado por Santiago.
Los años y la sobrecarga burocrática pasaron la cuenta al Edificio Esmeralda, pese a que los tiempos de las construcciones suelen ser muy largos. La edificación ha comenzado a naufragar con fallas graves en sus recargadas instalaciones eléctricas y ascensores, lo que obliga a una intervención importante y a una evacuación parcial.
Si comparamos esa construcción con otra que se levantó al frente en 1946, el tradicional edificio de la Cooperativa Vitalicia, 18 pisos, en sus tiempos el más alto de Chile, concluimos en que las obras de los años 40 eran de bastante más calidad que muchas nuevas ejecutadas con recursos públicos.
Pero volvamos a los charlatanes que se instalaban en esa caprichosa esquina.
Llegaban con un maletín de aquellos que usaban los médicos a principios del siglo pasado, consagrados por el novelista Cronin, cuyos protagonistas, se acuerda usted, eran justamente esforzados facultativos.
Uno de estos charlatanes, no los médicos, instalaba una mesita, abría el maletín y sacaba del interior nada menos que una serpiente que se ponía al cuello. Tal vez sedada, la pobre serpiente permanecía tranquila.
Cuando se juntaban algunas personas a ver este espectáculo el charlatán iniciaba la presentación de su oferta. A veces una especie destornillador en cuyo extremo brillaba algo como una piedra preciosa. Afirmaba el hombre que se trataba de un diamante que cortaba vidrios y piezas de loza.
Con cortes seguros y precisos el hombre convertía una botella común y corriente en un florero de caprichosos bordes. Este "diamante" sería de gran utilidad para reponer a bajo costo vidrios de ventanas tan maltratadas por los caprichosos vientos porteños.
Otro charlatán, acompañado de un disimulado socio, presentaba un mágico desmanchador. Aplicaba algún producto coloreado en la solapa de su cómplice y luego con el desmanchador, una suerte de plumón levente húmedo, borraba la ofensiva mancha.
En tiempos en que las ropas se traspasaban a través de generaciones, el producto resultaba atractivo. Los resultados en casa eran muy diferentes a la tentadora oferta.
Otro de estos personajes extraía de su maletín un rollo de alambres. Los desplegaba en su mesita y con algunas vueltas convertía los desordenados alambres en un canastillo que, afirmaba, se prestaba para las compras y además para guardar huevos y mantener su frescura debido a la ventilación natural del producto colgado en la despensa o cocina.
El charlatán debía tener buena oratoria y aceptable lógica. Eran, ciertamente, precursores de la moderna publicidad que inicia sus mensajes con un recurso sorprendente, en este caso la serpiente, y también precursores de los sofisticados "llame ya" de la televisión y de los influencers.
¿Murieron los charlatanes? No señor, sobreviven en tiempos electorales y hasta logran legiones de incautos seguidores.