APUNTES DESDE LA CABAÑA
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE
Hace años alojamos con la familia en el hotel más frío del planeta. Se alza en Suecia, en un pueblo de Laponia, Jukkasjäevi, situado unos 200 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico. El Hotel de Hielo está construido íntegramente de hielo. Sí, de enormes bloques que se extraen de las cristalinas aguas congeladas del río que fluye (y durante el sempiterno invierno se detiene) a orillas del caserío. Y cuando digo que es de hielo, me refiero a que toda la construcción es de hielo, incluyendo sillas, mesas y camas. Y también los asientos y la barra del bar y hasta los vasos. Es una construcción alta y espaciosa como iglesia, de 55 habitaciones de hielo, con varias salas y pasillos y un templo donde se casan parejas que desean hacerlo en sitios exóticos. Claro que allí nadie puede desvestirse ni en la cama. Por el contrario, debe conservar los guantes y el gorro, cubrirse con frazadas térmicas y mantenerse enfundado en un buzo de tecnología NASA, con el que se puede flotar en el espacio y deviene púdico piyama para Luna de Miel.
Pido la atención de los interesados: deben reservar cuarto con varios meses de antelación, a veces años. Sólo el baño es calefaccionado, y se duerme sobre pieles, ignoro ya si auténticas. Sí, muchos están dispuestos a soportar todo aquello con tal de vivir esa experiencia única de pasar al menos una noche en ese palacio que se derrite cada primavera y reconstruyen cada invierno. Durante las noches de febrero que pasamos en Jukkasjäarvi, noches que interrumpe la claridad por unas horas, cuando el sol rueda sobre el horizonte y vuelve a ocultarse enseguida, la temperatura a la intemperie alcanzaba los 30C grados bajo cero, lo que contrastaba con el acogedor interior del hotel: a sólo siete bajo cero. A quienes teman no poder conciliar el sueño bajo circunstancias semejantes, le recomiendo alquilar por precaución una cabaña calefaccionada en paralelo. Uno nunca sabe… Eso hicimos nosotros pues nuestros hijos eran pequeños, pero no tuvimos necesidad de trasladarnos, sobrevivimos entre el hielo para contarla, como diría Gabriel García Márquez.
El hotel es una obra arquitectónica segura y temporal, pero al mismo tiempo artística, pues sus interiores, que parecen de cristal, son de delicado diseño y están espléndidamente iluminados por un sofisticado sistema de fibra óptica. Rodean al hotel grandes esculturas (adivinó: de hielo) realizadas por destacados escultores escandinavos. Se trata, desde luego, de obras fugaces, que se derriten al llegar el verano. Cada año se celebra un concurso de esculturas de hielo, en el cual uno, aunque no sea escultor pero sí al menos bueno para resistir el frío, puede participar.
El que es más aventurero puede escoger paseos en trineo tirados por estoicos perros que cruzan bosques nevados, ascienden colinas y atraviesan lagos congelados, donde uno debe tocarse a cada rato la nariz para cerciorarse de que ella aún está allí, en fin, disfrutando paisajes estremecedores. Me impresionó además cómo los admirables perros Husky, parecidos al Colmillo Blanco de Jack London, obedecen disciplinadamente los breves silbidos del conductor del trineo. Basta un tono de silbido para que el perro líder doble unos grados hacia la izquierda seguido obedientemente por los demás, otro silbido para que haga una curva más cerrada, otro para que vuelva a correr en línea recta, otro para acelere o bien disminuya la velocidad o se detenga.
Detrás del líder corre obediente y atento, reaccionando al unísono, el grupo de perros, cuyas patitas parecieran no posarse en el hielo. Son perros muy inteligentes y leales, que viven estrechamente vinculados con sus amos y resisten el frío desde tiempos inmemoriales. Eso sí: cuando uno se detiene y se aleja de ellos, no puede olvidar "anclar" firmemente el trineo en algún punto, de lo contrario el grupo puede echar a correr y nadie lo alcanzará. En el pasado, cuando no había celulares ni equipos de radio, aquello era el fin. Un trineo tirado por perros sin conductor representaba la muerte de al menos un ser humano.
Recuerdo que cuando cruzamos a buen tranco un bello lago congelado, estuve a punto de pedir tregua. Pese a mi indumentaria, sentía el frío como el filo de un cuchillo atravesando mi shapka y mi máscara protectora. Pensé en la tregua porque yo iba rompiendo la resistencia del aire al ser el pasajero sentado a la cabeza del trineo, inmediatamente detrás de la última pareja de perros. Detrás mío iba el conductor, de pie, acostumbrado a temperaturas peores, y después nuestros hijos con mi señora, con frío, desde luego, pero disfrutando el viaje. Entonces nadie habla, sólo se escucha el jadeo canino, el silbido del conductor y los patines de acero deslizándose sobre la superficie congelada del lago.
El Hotel de Hielo nació por accidente, y cuando pernoctamos en él, hace un cuarto de siglo, era el único del mundo. Entiendo que hoy existen otros, uno al menos en Canadá. La historia del hotel es la siguiente: un joven sueco heredó un día de una tía un terreno en Laponia, sí, en Jukkasjäarvi. La muerte de la tía lo entristeció, pero la herencia de algunas hectáreas en el último rincón del continente despertó su curiosidad. Tomó el avión de Estocolmo a Kiruna, una ciudad minera de aspecto siberiano que se hundió sobre las excavaciones mineras centenarias, y viajó por tierra los kilómetros hasta Jukkasjäarvi. Allí constató que nada podía hacer con el terreno, porque el invierno ártico no perdona, pero como vivía al tres y al cuatro diseñó un modesto proyecto: unas cabañitas para extranjeros que desearan conocer el invierno ártico. Construyó unos iglúes para almacenar materiales y alimentos y luego las cabañas. Después le encargó promoverlas a una pequeña agencia turística. Esperó y esperó, pero nadie se interesó. Estaba endeudado y sin comprador. Permaneció por esos pagos, defraudado.
Un día lo llamó la agencia para contarle que había noticias: unos japoneses querían pasar una semana en el invierno de Jukkasjäarvi. El joven se alegró hasta que escuchó que se trataba de cincuenta personas. ¡No bromees!, respondió el emprendedor arruinado, mis cuatro cabañas pueden albergar máximo 16 personas en total. Pues ya vienen los japoneses volando, replicó el de la agencia, y no puedes recular, sería tu ruina definitiva. Habla con vecinos para alojar al resto, no me puedes fallar. La situación era grave: los entusiastas japoneses venían en camino, y en el pueblo no había quién pudiera alojar a tanta gente. A un hombre asediado siempre se le ocurre una vía de escape: Vació los iglúes, compró una veintena de sacos de dormir y alojó a los japoneses sin cabaña a precio regalado y en medio de decenas de excusas, y concluyó que ahora sí se había arruinado.
Al día siguiente, los japoneses del iglú aparecieron fascinados a desayunar. Primera vez que dormían en un iglú, experiencia indescriptible, gratísima y única, inolvidable, horas de silencio sepulcral en contacto directo con el Ártico, aislados del universo, un giro existencial, ¡una epifanía! Eso sentían, alegres, agradecidos, y sus amigos de las cabañas sintieron envidia. En ese instante el sueco captó que la clave al norte del Círculo Polar Ártico no era ofrecer cabañas calefaccionadas, sino iglúes, fríos iglúes, la experiencia profunda del hielo, sentirse esquimales o samis (Sami es el pueblo que habita en esa región escandinava), pernoctar como personaje de los relatos de Jack London, sentir el nexo con culturas de climas extremos. Así comenzó la historia que hizo millonario a Yngve Bergqvist.
No olvido esos días en el Ártico ni el encuentro con artesanos samis en sus tiendas, denominadas lavvu, que levantan en la nieve y temperan con una fogata, donde asan carne de reno, alce, ovejas y pescado, que acompañan de un alcohol preparado con frutos del bosque. El hacendoso pueblo laponés, hoy de 80.000 habitantes distribuidos entre Noruega, Suecia, Finlandia y Rusia, arribó a las costas árticas hace unos nueve mil años. Los samis aclaran que no deben ser confundidos con los esquimales (a los que uno debe referirse hoy como inuits, que significa "el pueblo", pues esquimal se considera hoy despectivo). Los inuits son un pueblo indígena de América del Norte, pero los samis son un grupo étnico de Europa del norte, y de hecho a simple vista, por aspecto y expresiones culturales, difieren claramente. Tradicionalmente los samis se dedicaban a la cría de renos y a la pesca en los fiordos. Se convirtieron del chamanismo al cristianismo en el siglo XIII, y tras la Reforma de Martín Lutero se volvieron protestantes hasta hoy.
Recomiendo ir al norte del Círculo Polar Ártico antes de que el recalentamiento del planeta vuelva imposible por algunos siglos la reconstrucción del Hotel de Hielo que visitamos hace una friolera de años. No lo olvidarán.