RELOJ DE ARENA El último tren de Berlín
"El último tren de Berlín" es un exitoso libro de los años 40 del siglo pasado, en el cual el periodista Howard K. Smith relata sus experiencias en la capital de la Alemania Nazi. Smith trabajaba para agencias de noticias y cadenas de emisoras de los Estados Unidos.
La lucha diaria era obtener informaciones. Ahí no terminaba la tarea, pues había que enviar los despachos y en el caso de los radiales someterlos a la censura, enfrentando variados criterios, desde funcionarios cultos y comprensivos hasta otros ignorantes y fanáticos.
Los despachos cablegráficos que pasaban por vías directas de comunicación eran objetados una vez publicados en el exterior y sus autores a veces amonestados, amenazados, arrestados o expulsados.
La tarea era arriesgada en Berlín. Así, de un grupo de 50 corresponsales de diversos medios internacionales, la cantidad se redujo solo a 18 que luchaban día a día, como podían, con textos que exigían lecturas entrelineas, pero que finalmente eran mirados con lupa por los funcionarios del doctor Goebbels, el ministro de Propaganda de Hitler, zar de la información, tanto la que salía al exterior, como aquella que aparecía en los medios internos de la Alemania nazi.
Agobiado por la censura y la inseguridad personal, Smith deja Berlín, y ya con tranquilidad en Suiza, da curso a su obra "El último tren". Exitosa, ganó dos ediciones en años en que la Segunda Guerra Mundial se extendía por todo el mundo con proyecciones que se mantienen hasta la actualidad.
Quizás con un trasfondo histórico en este último rincón del mundo yo, sin saberlo, abordé un "último tren".
Era un fin del verano, principios de los 60 del siglo pasado. Un grupo de amigos y amigas planeamos un breve paseo a un lugar cercano y pintoresco, La Ligua, con sus dulces y tejidos, y la costa, con Zapallar y Papudo. Lugar atrayente, con historia y hermosas residencias. Esas comunas habían sido lugar de encuentro de la socialité en las primeras décadas del siglo XX. Destaca en Papudo el Chalet Recart, que lleva el apellido de antiguos dueños, hoy ocupado por dependencias municipales. A ello se suman buenas playas y restoranes con atractiva oferta de mariscos y pescados.
Por ahí cerca, Catapilco, localidad que hizo políticamente conocida en 1958 por Antonio Zamorano, el Cura de Catapilco, candidato a la Presidencia con una sorprendente votación, 41.304 sufragios, que finalmente influyó en las grandes cifras que llevaron a La Moneda a Jorge Alessandri y dejaron en segundo lugar a Salvador Allende.
Todo eso es historia política. Volvamos a nuestro amistoso recorrido que tenía hora de término y había que volver a casa. Algunos eligieron las Sol del Pacífico, corredores buses que cubrían a altas velocidades casi toda la región.
Otros, con ánimo exploratorio elegimos el tren que desde Papudo nos llevaría a La Calera, donde se combinaba con un expreso que venía de Santiago.
La estación, pequeña y bien tenida. Pasajes de primera clase. Abordamos un carro y, sorprendidos, nos encontramos en un elegante coche dormitorio. Sorpresas y bromas. ¿Tren equivocado? ¿Cuándo abren las camas? Absurdo, pues el recorrido hasta La Calera era solo una hora. El elegante coche, felpas, maderas oscuras y luces con tulipas de cristal, se explicaba por la falta de material rodante del agonizante Longitudinal Norte, el Longino. Había que armar el tren con el material disponible. Así nos instalamos en el lujo de un carro construido en los años 30 en Alemania por la Linke-Hofmann-Busch.
Avanza lentamente el tren y se escuchan atronadoras e inquietantes explosiones. Sigue la marcha y el conductor, consternado, explica. Con este tren se cerraba el ramal que inicialmente partía en Petorca y llegaba hasta Papudo.
Los ferroviarios nostálgicos habían colocado en los rieles aquellos petardos que estallaban al paso de las ruedas de acero de los convoyes y advertían peligro o la cercanía de otro tren tal vez detenido.
El ramal que se cerraba databa de 1898, Gobierno de Jorge Montt. Esa vía, trocha angosta o métrica, dio auge a todo el sector costero norte de la entonces provincia de Valparaíso, pero con la llegada de automóviles y buses, sucumbió.
Eso explica nuestro histórico "último tren" arrastrado ahora por una locomotora Diesel, petrolera, y no por una humeante a carbón.
El perno de oro
El ramal del siglo antepasado era parte del Longitudinal Norte que en 1913 conectó el centro del país, a partir de La Calera, con el norte grande, rematando en Iquique.
Los rieles recorrían 1.049 kilómetros hasta Pueblo Hundido, desde donde se bajaba a Iquique, gran centro marítimo que vivía con esplendor los últimos tiempos del auge salitrero.
El 23 de noviembre de 1913 se dio continuidad a la red, asegurando el último riel, con un perno de oro. ¿Dónde estará el perno?
Un representante de la firma francesa constructora de la obra, el ingeniero Mauricio Auboyneau, entregó el valioso perno al ministro Enrique Rodríguez quien procedió a colocarlo y, suponemos, a apretarlo. Por su parte el Presidente de la República, Ramón Barros Luco, el mismo del sándwich, envió un telegrama de felicitación, en tanto se reconoció a los mandatarios José Manuel Balmaceda, impulsor de la idea, y Pedro Montt, quien contrató a la empresa ejecutora.
La ceremonia, sencilla de acuerdo a esos tiempos, se realizó en la localidad de Yerbas Buenas.
La vía misma, trocha angosta, rieles con separación de un metro, daba continuidad a una serie de ferrocarriles regionales dedicado al movimiento de la minería.
El corresponsal de este Diario calificaba la obra como una "especie de espina dorsal del territorio, uno de los más bellos triunfos de la ingeniería moderna. La línea es sólidamente construida. Se advierte un irreprochable cuidado en la construcción de puentes; los terraplenas son verdaderas obras de arte. La vía abunda en cortes y túneles; se desliza atravesando cerros al borde profundas quebradas. Llama la atención el número de alcantarillas, viaductos, muros y puentes, tanto metálicos como de albañilería que cruzan los esteros".
Cañones enemigos
Al disponer la construcción de la vía hubo un largo debate sobre su ubicación. La ruta más económica era por la costa, pero resultaría vulnerable a los cañones de algún barco enemigo. Argumento atendible en tiempos de sensibilidades internacionales. Así se decidió el costoso trazado por el interior, con las obras que describe el periodista.
Ejemplo de lo anterior es el sobreviviente túnel entre Cabildo y Petorca, hoy convertido en vía carretera, Para llegar al túnel el tren remontaba los cerros,para lo cual se utilizaba cremallera, sistema de tracción lento y peligroso.
Al llegar al desierto de Atacama el tren avanzaba lentamente. Algunos pasajeros, expertos en el viaje, descendían y caminaban junto al tren para "estirar las piernas". Sabían el momento en que había que volver a subirse. Julio Riquelme se embarcó en La Calera en el tren, demoraba cuatro días en llegar a destino, el 2 de febrero de 1956. Iba al bautizo de un nieto o sobrino. Posiblemente el convoy ganó velocidad y Riquelme quedó abandonado en la pampa salitrera. Su cuerpo apareció en perfecto estado de conservación, con sus documentos y dinero en 1999. El novelista Francisco Mouat se basó en el caso para escribir su novela "El empampado Riquelme".
El último tren de pasajeros de la red circuló en 1997 dejando leyendas, recuerdos, viejos coches y notables obras de ingeniería que hasta se han resistido a ser demolidas como ocurrió hace algunos años con un robusto puente cerca de Antofagasta.