APUNTES DESDE LA CABAÑA
POR ROBERTO AMPUERO ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE ESCRITOR, EX MINISTRO Y EMBAJADOR, ES ACADÉMICO DEL CENTRO PAÍS HUMANISTA DE LA UNIVERSIDAD SAN SEBASTIÁN Y DE LA UNIVERSIDAD FINIS TERRAE
Casi todos mis amigos y conocidos de mi generación tuvieron cuando niños un perro. Uno o bien varios en forma consecutiva, animales que marcaron etapas de infancia y la vida de la familia, etapas inolvidables de aventuras y juegos, un atado de años cuyo nombre se lo dieron los canes: Terry, Bobby, Capitán, Cometa. Y todo aquello no se revestía de ínfulas, poses ni palabras altisonantes, simplemente lo bordaba y enmarcaba el afecto por el animal, un cariño genuino que no llevaba a confundir al perro con personas ni menos a sustituirlas.
A menudo se trataba de perros de raza. Abundaban entonces los ovejeros alemanes, los cocker spaniels y los boxers, y algunos eran quiltros recogidos o recibidos de regalo aquí o allá, seres en verdad afortunados, porque el resto de sus congéneres sobrevivían en la calle sin casucha, atención veterinaria ni alimentación regular, flacos y pulguientos, pero libres, hábiles y astutos. Y lo eran porque la libertad tiene la particularidad de agudizar ciertas facultades de quien debe buscarse las oportunidades y escoger por sí mismo, a diferencia de quien, obre o no obre, se esfuerce o no, tiene casa y comida asegurada por alguna razón.
Sí, los perros entonces tenían una ubicación subordinada en relación con la familia. Vivían en el jardín, pocos bajo el techo del dueño de casa, y se alimentaban principalmente de las sobras de la cocina del hogar, dosificadas con huesos y carne "pal perro" o según el bolsillo de la casa, y no existía la línea de alimentos actual ni abundaban los veterinarios, menos había clínicas ni hoteles de mascotas. Nadie ha mejorado en Chile tanto su calidad de vida en los últimos decenios como las mascotas. Por lo general, en mi época el perro servía de compañía y guardián, aunque Chile era un país seguro en el contexto regional pero igual aparecían los de manos ligeras que le sustraían a cualquier despabilado la billetera de la chaqueta o del bolso sin que lo advirtiera. Éramos un país pobre (tal vez vamos en camino a serlo de nuevo) y más desigual, pero más seguro que hoy, lo que plantea reflexiones no convencionales. No vivíamos agobiados por el miedo a los asaltos en la calle o nuestra casa, ni a los "turbazos", ni digamos el cicariato, y al fútbol iban familias completas, porque las barras brava no existían y Carabineros las habría disciplinado bajo el aplauso de la ciudadanía y los políticos de lado y lado.
En fin, mejor no entremos a la tan desacreditada política: El mayor enemigo de los perros callejeros entonces era una temida institución a nivel mundial, por lo que se aprecia en filmes de la época: "la perrera". Ésta aparece hasta en una película de animación de Disney de los sesenta. La "perrera" se dedicaba a realizar sorpresivas redadas por los barrios donde pululaban quiltros sin dueño. La operación estaba a cargo de tipos rudos y expertos en lacear, que se viajaban colgados de camiones que portaban una jaula rústica atrás para transportar a los perros a los corrales municipales donde los mantenían por un tiempo limitado, y si nadie los reclamaba, los eliminaban. Sí, los eliminaban. La verdad es que pocos condenaban aquello porque entonces contraer la rabia por una mordida perruna podía desembocar, sin asistencia médica oportuna (así de pobre era Chile hace medio siglo), en el cementerio. La "perrera" fue a su vez eliminada por cruel, pero sin resolver el tema de perros asilvestrados que en jauría pueden resultar letales para el ser humano. Así naufragamos hoy en una disyuntiva kafkiana: o la vida de los perros o la de los seres humanos. Ergo: hoy debemos extremar las preocupaciones al andar por la calle entre ineptos choferes apurados, ladrones a chorro, balaceras y, como si fuera poco, agresivas jaurías.
Vuelvo al pasado mejor: Mi infancia la pasé en Valparaíso, y por eso no olvido la traumática atmósfera que creaba el paso de "la perrera". De un cerro a otro llegaba el eco de gritos despavoridos de mujeres y niños anunciando "la perrera" para que los vecinos retiraran a sus perros de la calle, lo que, a diferencia de los bien cuidados de hoy, pasaban la noche en casa, pero por el día, tras desayunar, salían de paseo a olisquear y reproducirse por ahí y volvían a casa puntualmente a la hora de cenar. Eran perros libres y felices… hasta que en los cerros se escuchaban los desaforados gritos de alarma y socorro.
Dos veces vi pasar a la temida "perrera". Era un camión viejo con una jaula rústica parecida a un gallinero. Iba llena de perros aullando, y flanqueado por fornidos laceadores de aspecto decidido, que asociaba yo a los cow boys de los rodeos estadounidenses. Se descolgaban de pronto del vehículo y antes de que los perros captasen qué ocurría, laceaban a algunos, enfrentaban la ira de sus dueños, que con sollozos, garabatos y empujones trataban de rescatar a sus quiltros, de lo contrario debían partir a la "perrera municipal" a recuperarlo antes de la hora fatal. Cuando el camión se alejaba, dejaba atrás un silencio sepulcral que sólo interrumpían los últimos aullidos caninos.
El segundo encuentro con el camión de la muerte fue en la Avenida Alemania. Apareció de pronto, pero como caído del cielo o subido del infierno, a gran velocidad, los laceadores aferrados a la jaula llena con perros resignados. Me invadió la angustia al recordar que en esos días mi Terry callejeaba. Una señora que trabajaba para la casa nos había convencido de que lo mejor para un perro es andar libre y que siempre volvían a la casa del amo, si es que de verdad amaban ese sitio. De una cosa estaba yo seguro: Yo no había divisado a Terry entre ellos, menos mal, y el camión ya estaba en otro cerro, cerca de la casa de Pablo Neruda, seguido de ladridos y gritos destemplados. Y cuando la perrera desapareció por completo, cayó sobre el barrio un bloque de silencio profundo, triste y doloroso.
Hoy eso es imposible por los derechos reconocidos a los perros, pero continúa la pugna entre los defensores de los éstos y quienes consideran que la salud y seguridad de las personas está en primer lugar, y esta disputa no tiene visos de ser superada mientras las municipalidades, o el estado, sea incapaz de impedir la circulación de perros sueltos en la vía pública. Y veo también, como no se ve en ciudades europeas ni estadounidenses ni en todos los países de la región, jaurías de perros sin dueño, algunos pacíficos (imagino), pero también veo perros que parten detrás de autos y camiones atacando con furia sus ruedas, pero también a los ciclistas y motociclistas, algo en extremo peligroso. Sabemos además que algunos circulan con perros de razas de que han devenido agresivas y que han atacado a personas o a otros perros causándoles severas lesiones, cuando no la muerte. Sí, esto ocurra en un país con cierto desarrollo y en la tercera década del siglo XXI.
Pareciera que en Chile hay más perros hoy que nunca antes. No me refiero sólo a los que andan por las calles, sino que incluyo también a los que se tiene en casa como guardián -mientras más bravo, mejor- a como defensa ante la delincuencia. Al mismo tiempo vemos la tendencia a tener a un perro en casa como desde hace tiempo se los tiene en países desarrollados: "educados", cuidados, con vacunas al día y paseos diarios con correa. Se los considera como hijo o hija. ¿Será una tendencia que llegó para quedarse o sólo una moda pasajera más? A fines de febrero, cuando esté terminando la temporada veraniega, ¿quedarán de nuevo -como recuerdo cruel de irresponsables tenedores de mascotas- perros abandonados en las zonas de veraneo? Los he visto: el perro, siempre de raza, sediento y flaco, olisqueando solo y desesperado, corriendo a veces ansiosos detrás de algún auto que confunde con otro, buscando a sus dueños (¿padres?) que ya iniciaron su nuevo año de trabajo libre de la adquisición que hicieron en un momento de entusiasmo.
Conozco a un constructor que tiene una perrita pequeña, Maggie, una terrier, que lo acompaña a diario a las obras. Está acostumbrada a esa vida y a esos ruidos, y disfruta estar allí. Se mantiene dormitando sosegada y a prudente distancia del peligro, y nada la hace más feliz que llegar cada mañana -excepto cuando está muy nublado o lloviendo- a iniciar junto a su inseparable Yayo la jornada laboral.