La ocupación del cerro Centinela en San Antonio, por algo más de cuatro mil familias, resume, como en un ejemplo, algunos de los problemas que experimenta la sociedad chilena.
Desde luego, el inicio de la toma es significativo en sí mismo. Comenzó a fines del año dos mil diecinueve, cuando se proclamó o se creyó, o se dejó creer, que las necesidades eran, por sí mismas, un título legítimo para reclamar bienes. Por supuesto, las necesidades suelen estar a la base de los derechos (en el jardín del edén los derechos carecen de todo sentido), pero ellas no son una condición suficiente para esgrimir a estos últimos. Ello porque, entre otras cosas, en un mundo de escasez -nuestro mundo- las necesidades deben ser jerarquizadas, hay algunas más urgentes que otras y en esa jerarquización influyen muchos factores distintos de las necesidades, algunos de ellos individuales, a los que es necesario ponderar. Sin embargo, en los días de octubre del diecinueve y los que siguieron se agudizó esta idea de que las necesidades configuraban, por sí solas, títulos para reclamar bienes.
Ahora cualquier solución a la toma de San Antonio -ha de haber alguna- exige no validar esa idea que priva de todo sentido a las instituciones.
Las instituciones no están sólo para satisfacer los deseos de las personas, por apremiantes que sean, sino también para ordenarlos, contenerlos y orientarlos. Por eso en general las personas están descontentas y riñen con las instituciones, incluso con aquellas que consideradas imparcialmente son justas. Y es que donde hay instituciones, existe una rebaja de las expectativas, una postergación de la gratificación, por urgente y justa que esta última sea. Esta es la razón, dicho sea de paso, de por qué las instituciones judiciales suelen no ser populares. Lo que ocurre es que ellas hacen valer las reglas y donde eso ocurre no hay gratificación inmediata. Hay que parafrasear a Freud: las instituciones y la satisfacción inmediata son opuestas, las instituciones producen insatisfacción.
Pero, por supuesto, si las necesidades no configuran por sí solas derechos, sí merecen atención de las políticas públicas. Si las instituciones pierden legitimidad cuando se alienta la creencia de que las necesidades son títulos suficientes para reclamar bienes, también la erosionan y la pierden cuando se descuida el acceso de todos o de la mayor parte a los bienes básicos creyendo que se trata de asuntos que sólo corresponde a los individuos resolver. Una sociedad es un entramado de instituciones (y eso obliga a contener las expectativas de las personas), pero al mismo tiempo se trata de una empresa cooperativa en la que se debe atender a las necesidades básicas de quienes no pueden procurarse por sí mismos los bienes más urgentes, esos cuya satisfacción hace posible que los individuos puedan ser tratados en base a su esfuerzo.
Y aquí está el otro problema que esta toma de San Antonio (como otros casos semejantes) revela.
Se trata de la incapacidad de las autoridades para resolver el problema de una manera razonable, sin legitimar las tomas; pero a la vez sin desatender a esos miles de personas que una vez desalojadas quedarán a la intemperie. ¿Cómo es posible que luego de cuatro o cinco años ese problema siga allí y que como consecuencia de esa inacción ahora parezca casi imposible cumplir una sentencia judicial sin que ello signifique arrojar a miles a vivir en descampado? Porque ese es el problema que ahora se ha configurado: primero se esgrimieron las necesidades para justificar las tomas por encima de la ley, ahora son las necesidades (producto esta vez de la incapacidad del Estado) las que se esgrimen para incumplir o retardar una sentencia. Pero todos saben que no son esta vez las necesidades las que impiden cumplir la sentencia, sino la incapacidad y la incompetencia de quienes tuvieron tiempo de sobra para prever una solución, los culpables de que una sentencia de contenido perfectamente previsible esté al borde de no valer nada o muy poco, una incompetencia de las autoridades que llegó al extremo que durante largo tiempo ni siquiera parecieron saber cuál de ellas tenía la responsabilidad de hacerse cargo.
Y ese es el problema de fondo que a veces experimenta el gobierno y que este caso revela: la incompetencia para atender necesidades urgentes y, a la vez, cumplir escrupulosamente las reglas.