LOS MARTES DE DON DEMETRIO Donald Trump y los aranceles
POR DEMETRIO INFANTE FIGUEROA, ABOGADO Y EXDIPLOMÁTICO
Durante años los americanos nos "vendieron" la idea de la libertad de comercio y de lo negativo que resultaba la aplicación de aranceles al comercio internacional. Entre otras cosas, sostenían que aquéllos atentaban contra el concepto mismo de la libertad, la que en el fondo consiste en la capacidad de los hombres para decidir sobre sí mismo y todo lo que lo rodea. Con la imposición de aranceles, nos agregaban, al ser humano se le cercena la alternativa de escoger sobre qué producto adquirir y cuál puede satisfacer mejor la necesidad concreta que en un momento determinado tiene.
Nosotros en Chile y en otros países del continente seguíamos la teoría cepaliana (Cepal) de sustitución de importaciones, la que iba absolutamente en contra de la idea predicada por el país del norte. Teníamos altísimos aranceles, a veces hasta el 200%, para dar tranquilidad a los productores nacionales de que no entrarían desde el exterior mercaderías a un precio que fuera más competitivo. Se predicaba que con ello los empresarios locales solo tendrían que competir en calidad y valor con sus connacionales. Luego se abrió la idea de pactos comerciales regionales, como el Pacto Andino o el Mercosur, a fin de que no pagaran derecho los productos provenientes de los países socios. Pero desde Washington se nos insistía que lo más conveniente era abrirse el comercio mundial, pues así los nacionales de cada país podían comprar mejor y más barato y los empresarios locales podrían tener afuera -como contrapartida- un mercado amplísimo para sus mercaderías.
Tanto va el cántaro al agua, que al final se rompe. Empezó, poco a poco, a crearse la idea de intentar abrir la economía y en eso Chile fue largamente el pionero no sólo en el continente, sino en el mundo. Ello significó un tremendo sacrificio para los empresarios nacionales, quienes de improviso se vieron en la necesidad de mejorar la calidad y precios de sus productos para competir dentro del país y al mismo tiempo intentar exportar dadas las facilidades arancelarias que se abrían a las contrapartes. Desafortunadamente, poco se ha reconocido el esfuerzo y el sacrificio que para los privados nuestros significó ese paso.
Después que nos convencimos de la conveniencia de la libertad de comercio, salimos al mundo a intentar suscribir Tratados de Libre Comercio con la mayor cantidad de naciones. Puedo contar mis experiencias personales. Cuando llegué como embajador a Nueva Zelanda en 1992, en la primera entrevista que tuve con el subsecretario de Relaciones Exteriores, Richard Nottage -quien con el tiempo fue un buen amigo-, le planteé la idea. La rechazó de plano diciéndome que ellos seguían las normas generales de comercio internacional de Ginebra y que los tratados bilaterales como los que pretendíamos nosotros no estaban ni siquiera en lo más remoto de su imaginación. Si se analiza cuál es la actitud de Wellington hoy día, se podrá comprobar que hubo una mutación de 180 grados. Cosa similar me sucedió en Japón. Cuando arribé como embajador allí en el año 2000 me miraron casi como un extraterrestre al plantear el tema de un acuerdo de libre comercio. Tokio tenía un solo acuerdo de ese tipo, con Singapur. Se me dijo -en la educada forma oriental- que ellos no pensaban entrar en esa dinámica. Pues bien, haciendo un trabajo muy coordinado en Tokio y en Santiago y después de la visita del Presidente Ricardo Lagos a Japón, abrimos el diálogo al respecto y hoy tenemos, hace ya tiempo, un acuerdo bilateral con el país del sol naciente.
Recuerdo que un día el embajador de Tailandia en Tokio, que era buen amigo, en forma jocosa me consultó: "Ustedes, los chilenos, ¿hasta dónde piensan llegar con esta política de acuerdos de libre comercio?". En el mismo tono le respondí: "Estamos en disposición de celebrar ese tipo de tratados con todo el que se nos ponga por delante".
La respuesta le causó risa.
En Estados Unidos los sucesivos presidentes continuaron con la idea de intentar acuerdos de libre comercio. En este tema los primeros mandatarios de origen republicano fueron los más persistentes y el líder en esta idea fue Ronald Reagan. Chile tuvo una experiencia concreta sobre el tema, en la cual dicho presidente -en una resolución directa de él- resolvió el tema en favor nuestro y en contra de lo que pretendían las grandes empresas americanas. Desafortunadamente, por espacio no puedo entrar en detalles sobre un hecho histórico prácticamente desconocido.
Sucede que ahora ha llegado a ocupar la Oficina Oval un personaje que junto con ordenar la instalación en su escritorio de un botón automático para que le lleven una coca cola cada vez que lo deseé, pareciera haber puesto en uno de los cajones de su escritorio una ametralladora AK-47 (el arma creada por los rusos que revolucionó la ofensiva de la infantería), con la diferencia que ésta no está cargada con balas, sino con aranceles.
Al parecer el millonario de Nueva York, a la mitad de mañana de un día de trabajo, se acuerda del arma y empieza a disparar hacia donde esté vuelto, imponiendo aranceles a los más diferentes países, echando al tacho de la basura la historia de su país sobre comercio y sin importar el efecto negativo que puede producir en los acuerdos comerciales bilaterales o multilaterales vigentes. Menos aún cavila sobre las consecuencias que ello puede traer para las vinculaciones con los diversos países del mundo. No pregunta -al parecer- si con tal o cual país existe un tratado bilateral de comercio. Él, lisa y llanamente, saca esta especial AK-47 y dispara, dejando al orbe perplejo y lleno de dudas sobre la suerte de la economía mundial. Incluso no le importa el costo que estas medidas tienen para sus propios conciudadanos, ya que es un hecho que su aplicación traerá inflación en Estados Unidos, cosa que ya previno el Federal Reserve Board. Esta actitud es respaldada directamente por su principal asesor, el millonario sudafricano-canadiense-estadounidense Elon Musk, que no sólo se ha preocupado que Washington abandone organismos internacionales importantes -llegando al extremo de pretender retirarse de Naciones Unidas- sino que aplaude a su amigo por imponer cortapisas al comercio internacional. Con esta clase de amigos, Trump no requiere de enemigos.
Las verdaderas locas ideas que este presidente tiene sobre lo que es el mundo lo llevan a proponer iniciativas impensables sobre asuntos que ya hoy se transforman en dificultades serias y que tendrán una trascendencia mayor en el futuro. Tomar la actitud que ha adoptado frente a Europa es casi demencial y qué decir de la pretensión que Canadá pierda su independencia y pase a ser el estado 51 de la Unión. El millonario Trump parece haber entrado en una verdadera borrachera de mutaciones internacionales que nadie pudo visualizar. Lógicamente, nos preocupa como país. Si entre los acuerdos que Trump quiere desandar está el suscrito entre Chile y Estados Unidos, saldremos magullados y se dará aquella lógica que existe en materia económica en orden a que cuando Estados Unidos se resfría, aquí contraemos bronconeumonía.
Pero al actual pelucón de la Casa Blanca nada le importa. Piensa -y lo dice- que es el mejor y único presidente de la historia de Estados Unidos. En cuanto a lo segundo, tiene razón, pues nunca antes había sido jefe de Estado de ese gran país un ciudadano que tenga en el momento de la elección un sinnúmero de juicios en su contra, desde tributarios a pornográficos, los que quedaron suspendidos mientras goce de la importante posición política que hoy tiene.